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EL DESCANSO DE MARTE (Cuento)

 

 

 




Para que yo me llame Ángel González,

para que mi ser pese sobre el suelo,

fue necesario un ancho espacio

y un largo tiempo:

hombres de todo mar y toda tierra,

fértiles vientres de mujer, y cuerpos

y más cuerpos, fundiéndose incesantes

en otro cuerpo nuevo…



ÁNGEL GONZÁLEZ: “Para que yo me llame Ángel González”, Áspero mundo (1955).





    El alba brotaba perezosa de la tierra dormida de aquellos montes calcinados, perdidos al final del pueblo. Junto a la carretera nacional 4... surgían de la noche los muros rosados de El descanso de Marte, que a esas tempranas horas refulgían como la luz de un faro que guiaba a los navegantes motorizados hacia el frescor de sus estancias umbrosas.

    Dionisio Conde, alias El Cucaracha, regentaba aquel “local de encuentros”, como él lo llamaba, desde hacía tres o cuatro años. El lupanar más famoso de la comarca debía su nombre a la imaginación de aquel poeta frustrado, amante de la mitología y las mujeres.

    Hombre hiperbólico en todo, su figura no contradecía en modo alguno la naturaleza de sus humores: gordo, de cara ancha, nariz aplastada y voz cavernosa, semejaba más el retrato de Pablo Neruda (el maestro Neftalí lo llamaba él) que el de cualquier camionero viscoso, cliente tipo de su establecimiento.

    Marinero, tapicero, transportista, técnico en residuos sólidos urbanos (basurero, en términos políticamente incorrectos), cantor de las excelencias de los melones de Badajoz..., su vida era un rosario de oficios sin beneficio, un recorrido sin alforjas por cada una de las fondas, posadas, bares, carreteras y prisiones, alegóricas o no, de la piel del toro hispánico.

    Conocedor de las excelencias exóticas de los barrios chinos, autodidacta amante de la poesía barata y de los culebrones catódicos, decidió un buen día, en una lejana playa de Benidorm, plantar cabeza, asentarse, aburguesarse en algún lugar de la geografía carpetovetónica, no sin que ello dejase de traer constantes preocupaciones a su ya de por sí revolucionado magín.

    Tras pensarlo detenidamente, decidió que quería dedicarse a una profesión decente, con perspectivas de futuro y con grandes posibilidades comerciales en la que uno de los pilares fundamentales sería la “interrelación profesional”.

    En fin, tras el mucho pensar y el mucho imaginar, determinose en último extremo por la profesión que más iba con sus pensamientos calenturientos. Y no tuvo que llevar la imaginación demasiado lejos para llegar a dicha resolución, porque entonces quería trabajar en lo que siempre había deseado desde pequeño: regentar un burdel de carretera, un antro de perdición en el que satisficiesen sus rijosos instintos todos los pecadores deseosos de consuelo que en el mundo fueren.

    ¿Y qué título más indicado para dicho lugar que El descanso de Marte? El descanso del guerrero, malherido en la lucha del ser cotidiano, náufrago que llegase a aquellas estancias del vicio y el placer fugaz, fuente divina en medio del vivir cotidiano y absurdo, para cumplir su tributo de carne con la naturaleza. ¡Oh, amargo sino el del hombre, sujeto su débil espíritu a la esclavitud del deseo cárnico, lúbrico, a ese dolor inmensamente rebosante y fugaz que deja luego su ser hecho trizas en medio de cualquier cama, tirado como una colilla en el fondo del váter, ahogado en su placer cual abeja golosa que se empalaga de gozo en su caída a las dulces trampas de la miel que de ella mana!

    Estos y otros alegres pensamientos sacudían la cabeza de Conde a cada momento, en aquella casa llena de gemidos fingidos y ruidos de cañerías rebosantes. Gracias a ellos, él mismo se autodenominaba El Cucaracha, apodo que era signo evidente de su ánimo perpetuamente feliz y a la par vegetativo, neutro, en una especie de existencia vacua, regida por un sentimiento de hastío que era en él mil veces peor que cualquier intento de suicidio honroso.

    Aquella vida elegida era perdularia, pero a la vez lo atraía como una telaraña viscosa que no podía evitar en su vuelo de mosca, de cucaracha voladora.

    Había leído en las selecciones del Reader's Digest que las cucarachas son los animales más resistentes de la creación, los cuales podían resistir el impacto de varias bombas nucleares.
Desde entonces, gustaba de imaginarse así, cual cucaracha repugnante, simplemente existiendo en algún lugar muerto, alimentándose de los despojos de la última guerra y sintiendo pasar la vida por sí misma, lenta, pausadamente, como en aquel “lugar de perdición”, que diría su querido maestro de la escuela, el jesuita Don Carlos, en aquel barco fondeado en un puerto de mar de lodo, cuyas hélices intentaban en vano salir a mar abierto con un ruido de carne trepidante, ajada, que hervía de gozo y ruina.

    Cuando esto imaginaba, señal de la alegría natural que lo animaba, ¿sabes, discreto lector, qué es lo que hacía? Pues subía con precipitación las escaleras del primer piso, abría la puerta de la única mujer que estuviera libre en ese momento, se desnudaba y, tumbándose al lado de ella, le recitaba uno a uno los gloriosos versos de la égloga tercera de Garcilaso de la Vega.

    La dama, que casi siempre era la Chari, bostezaba espasmódicamente tras cada una de las octavas del genial vate toledano, mientras el jefe, con una mano en una rodilla de ella, marcaba con los nudillos el sereno ritmo endecasilábico, llenándose la boca de Eurídices, Dafnes y demás ninfas del Tajo, que en aquel santuario del pecado sonaban extrañas, manchadas de aire viciado al pasar por el filtro de aquella habitación totalmente decorada de color carmesí.

    Terminada la lectura, el jefe se vestía de nuevo y regresaba a la recepción del local (es decir, del güisqui bar de la entrada) para ocuparse de sus “chorizos picantes” a la vez que la Vane o la gachí agraciada con el recital inesperado respiraba aliviada.

    A las nueve de la noche empezaba el fluir de clientes. La explanada de gravilla de la parte trasera empezaba a llenarse de coches. Los primeros en llegar escogían las mejores yeguas: la Reme, la Chari y la Portuguesa, nombres que circulaban por las bocas de todos los habitantes masculinos del villorrio, hubiesen o no catado sus ostentosas fisonomías.

    La salida del trabajo de las fábricas de cemento y la refinería se convertía así en una improvisada pole position en la que todos los corredores buscaban el mejor sitio de despegue. Ya antes los más avispados habían aparcado estratégicamente sus coches para tal fin.

    Y entonces, hacia aquel montículo de tierra negruzca, pastel de chocolate con la guinda rosada del luminoso con el nombre del local arriba, se encaminaba una sarta de raudos automóviles con la luz del ocaso por testigo.

    Más tarde, lo de siempre: la recepción, la elección, los preliminares, el whisky, la cama y la VISA, con el delator concepto “chorizo picante” añadido a los estadillos de las cuentas bancarias a final de mes.

    Peones de albañil, terratenientes, nuevos ricos, aristócratas rancios…, hombres de las más diversas condiciones y estatus llegaban hasta El descanso o FLEX, como todo el mundo lo conocía, en un continuo renacer de los vicios del pecado.

    Sin duda, la Portuguesa era la reina. Luz de mi vida, la llamaba Conde, en un remedo de la Lolita de sus sueños. La había conocido en la carretera, haciendo autostop, no lejos de Mérida, perdida y abandonada por un marido celoso y alcohólico. Hacía tres años que no lo veía, pero lo que más le quemaba por dentro era no saber nada de su hijo Víctor, al que su padre se llevó consigo.

    Era una hembra adusta, diferente a todas, con una belleza extraña y fascinante, mezcla de masculinidad y exotismo luso. Era la preferida de Conde y, sin duda, la mejor de todo el burdel, la más entera, la más profesional. Casi se tomaba aquello como un oficio, en un permanente aprendizaje actoral que, si bien no la podría nunca hacer feliz, era algo a lo que agarrarse, una forma como cualquier otra de hacer dinero, de volar algún día de aquel antro, de ver a su hijo en Lisboa (su ciudad natal), de soñar, en definitiva.

    Mientras tanto, ella y todas sus compañeras, con las que había logrado una forzada camaradería, vivían una media vida, un medio soñar con medios futuros de media felicidad, en un permanente estado de inactividad melancólica, salvo (claro) cuando tenían que trabajar en el escenario de los cuartos de arriba. Pero antes sucedía el mercado persa, la ceremonia del sorteo de las chicas ante la atenta dirección y vigilancia de El Cucaracha, maestro de ceremonias de aquel rito cuasi sáfico, de gasas que dejaban entrever lo prohibido y danzas de siete y más velos y desvelos que preparaban el terreno e izaban la bandera del agotado guerrero como anticipo de lo que después vendría.

    Y así un día tras otro, la misma ceremonia. Aquel viejo cascarón iniciaba todas las mañanas el mismo viaje sin destino final, embarrancando a cada paso, atascado como las cañerías que lo recorrían por dentro, enfangado en aquella rutinaria tarea que desvencijaba los muelles de los catres y socavaba los desconchados de las paredes del alma de las gachís, las niñas, aquellas mujeres sin alma, sin cuerpo casi, solo con tetas y coños que engrasaban sus carnes ajadas con el barniz de los falsos sueños.






    Todo cambió el día que Conde decidió ampliar el negocio, dotarlo de una suntuosidad faraónica que lo engrandeciera a ojos de la insaciable clientela y justificase un apreciable incremento en las tarifas. Y nada mejor para ello que construir un nuevo edificio con solárium, saunas, salas de masaje, cabinas, salas de actuaciones en vivo…, con lo que el negocio empezaría realmente a tener una fama de ámbito provincial.

    Las obras empezaron con el inicio de las lluvias de octubre. Las palas trabajaron febrilmente, horadando la tierra para construir en aquella cima pelada un nuevo altar de sacrificios en honor de la diosa del amor. La licencia otorgada por el ayuntamiento especificaba que la obra consistiría en la construcción de un “local social”, peña de amigos de la lujuria en realidad.

    Los albañiles llegaban a media mañana. La mayoría, hombres del pueblo (clientes del negocio todos ellos) acostumbrados a la indolencia que proporcionaba el suculento subsidio, se veían obligados ahora a trabajar para Conde.

    Los hombres, chorreantes de sudor, esperaban a que el capataz se marchase a tomar café para explorar las ventanas de visillos rojos en busca de la damisela de turno que, entre cliente y cliente, dejaba ver la profundidad de su escote asomada al vano con un cigarro en los labios y una sonrisa socarrona que solo saben poner las putas. Entonces empezaba un coro de piropos caballerosos por parte de los fornidos alarifes que solo cesaba cuando la imponente silueta de Conde surgía de la profundidad del local en penumbra, instigándolos calurosamente a volver a la tarea iniciada.

    Un día, en el que el capataz se levantó especialmente puntilloso y sin ganas de tomar café, por lo que estuvo dirigiendo el trabajo toda la mañana con un humor de perros, la pala chocó contra un muro enterrado que pronto quedó expuesto a la luz de un sol agonizante entre nubes pasajeras. En pocas horas, el lugar se convirtió en punto de encuentro de una caravana de peregrinos procedentes del pueblo.

    Pasaron dos días y aquello empezaba a parecer una romería en su máximo apogeo. Arqueólogos, periodistas de todos los medios, peritos..., todo un abigarrado conjunto, procedente de las más diversas actividades profesionales, bullía en torno a, por encima de y dentro de lo que parecían ser los restos de un templo romano del siglo I antes de Cristo, primer indicio de presencia humana en la historia de aquellas tostadas colinas, por las que ni siquiera parecían haber pasado los hombres hasta la llegada de Marte y el coro de sacerdotisas de Afrodita.    

    Las obras se paralizaron con el consiguiente disgusto de Conde, quien suplicó, rogó, amenazó y finalmente casi golpeó al alcalde del pueblo, que nada tenía que ver con todo aquello.
    Discutieron, elevaron la voz, tanto que al pobre munícipe le dio un dolor en el pecho del que felizmente pudo recuperarse.
    Al día siguiente, una pala de un peón golpeó algo duro. Era un mosaico con el rostro de una bella mujer.
    Era hermosa. Una bella joven, quizás una diosa o una vestal.
    Conde se quedó enamorado a simple vista de ella, aunque imaginó que quizás los unían a él y a la preciosa ninfa lazos familiares. “Vaya tontería…”, se dijo.
    Sin embargo, no pudo evitar pensar que aquel sitio quizás llevase miles de años siendo un lugar dedicado al amor. De hecho, en los viejos planos del pueblo, conservados en el archivo municipal, que él de vez en cuando visitaba, aparecía el topónimo Monte de Venus para referirse a la colina de El descanso de Marte.
    Quizás, quién sabe, aquella mujer del mosaico era una de las miles de personas que se habían entrelazado siglos antes para que él naciese. Allí mismo, en aquel mismo lugar, cuerpos enlazándose y desenlazándose para tejer un telar, hecho de hilos de la misma urdimbre, que traspasase los siglos.
    Aquel hombre, náufrago de todas las galernas, al contemplar el rostro en mosaico de aquella hembra, vio lo absurdo de su vida y la vida de humillaciones a la que había condenado a sus putas.
    Una profunda emoción lo cimbreó. Una ola de rubor le hizo sollozar y lagrimear.
    Tuvo entonces la suerte de comprender (hay personas que nunca llegan a esa certeza en sus vidas) que a este mundo venimos para dar amor a los demás, y que no hay forma de amor más bella, más honda y más humana que la ternura.
    Cerró poco después el negocio. Dijeron que había vuelto a los camiones.
    No se sabe dónde para por las noches.





Comentarios

Jesús Cotta Lobato ha dicho que…
Me ha gustado que te dirijas al lector como "discreto" y el giro final. El personaje está muy bien construido y valdría la pena hacer algo más con él. Estaría bien que, antes de ese encuentro con el mosaico, le pasara una peripecia: un crimen, un soborno, un altercado en el local... y luego la visión final del mosaico sería un final estupendo. Felicidades

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