El escritor no sabía cómo acabar aquel maldito cuento. Llevaba la estructura en la cabeza. Prácticamente ya lo tenía escrito en su imaginación, pero le faltaba el final. Ya se sabe que la parte más interesante de un relato es el desenlace. Igual que en la vida.
En concreto le faltaban las palabras dichas por uno de los personajes.
La historia era sencilla: dos hermanos comparten una misma mujer, hecho que termina envenenando sus relaciones.
Al final de la historia, para retomar su relación, uno de ellos, el mayor, mata a la mujer, y precisamente al escritor le faltaban las palabras del asesino a su hermano. Todo el éxito de su cuento, es decir, su satisfacción personal por el trabajo bien hecho, pasaba por encontrar esas palabras posteriores al asesinato.
De alguna forma, aquellas palabras tenían que justificar el horrendo acto, dignificarlo o cuanto menos justificarlo.
Pero al escritor esas palabras no le llegaban, no había forma de encontrarlas. Llevaba días buscándolas de forma obsesiva por todos los sitios: en los rincones de la casa; detrás de los cuadritos del pasillo; en los vislumbres del sol en los charcos de lluvia reciente; en el fugaz paso de los autobuses que circulaban, llenos de gente, debajo de las ventanas de su salón; en el rostro de máscara impenetrable de las figuras de sus sueños.
De pronto, un día, su madre, a la que le desagradaba sobremanera aquella historia de violencia, le dijo, como si realmente hubiese sucedido realmente el asesinato de la Juliana:
-Dejame pensar -hablaba así, en criollo-. Dejame pensar.
Y luego, con una voz distinta: “Ya sé lo que le dijo”. Como si hubiera ocurrido. Como si todo aquello no fuera un sueño de su hijo.
-Escribilo -le dijo él.
Entonces ella escribió y leyó:
-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios.
Y entonces, a Jorge Luis Borges, ya ciego por aquella época, se le iluminó la cara.
Entonces creyó ver relumbrar aquellas palabras (que hasta entonces se le habían resistido) en los rincones de su casa; en los anaqueles de su biblioteca; en los relucientes charcos de luz que ya no podía contemplar; en los raudos instantes en que los tranvías, serpientes de luz en el frío de la noche, pasaban por debajo de su pieza; en las sombras de los seres que rondaban sus sueños.
Y creyó entonces entender, al fin, por qué no quería saber las fechas en que pasaban las cosas.
Creyó intuir, al fin, para qué demonios escribía.
En concreto le faltaban las palabras dichas por uno de los personajes.
La historia era sencilla: dos hermanos comparten una misma mujer, hecho que termina envenenando sus relaciones.
Al final de la historia, para retomar su relación, uno de ellos, el mayor, mata a la mujer, y precisamente al escritor le faltaban las palabras del asesino a su hermano. Todo el éxito de su cuento, es decir, su satisfacción personal por el trabajo bien hecho, pasaba por encontrar esas palabras posteriores al asesinato.
De alguna forma, aquellas palabras tenían que justificar el horrendo acto, dignificarlo o cuanto menos justificarlo.
Pero al escritor esas palabras no le llegaban, no había forma de encontrarlas. Llevaba días buscándolas de forma obsesiva por todos los sitios: en los rincones de la casa; detrás de los cuadritos del pasillo; en los vislumbres del sol en los charcos de lluvia reciente; en el fugaz paso de los autobuses que circulaban, llenos de gente, debajo de las ventanas de su salón; en el rostro de máscara impenetrable de las figuras de sus sueños.
De pronto, un día, su madre, a la que le desagradaba sobremanera aquella historia de violencia, le dijo, como si realmente hubiese sucedido realmente el asesinato de la Juliana:
-Dejame pensar -hablaba así, en criollo-. Dejame pensar.
Y luego, con una voz distinta: “Ya sé lo que le dijo”. Como si hubiera ocurrido. Como si todo aquello no fuera un sueño de su hijo.
-Escribilo -le dijo él.
Entonces ella escribió y leyó:
-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios.
Y entonces, a Jorge Luis Borges, ya ciego por aquella época, se le iluminó la cara.
Entonces creyó ver relumbrar aquellas palabras (que hasta entonces se le habían resistido) en los rincones de su casa; en los anaqueles de su biblioteca; en los relucientes charcos de luz que ya no podía contemplar; en los raudos instantes en que los tranvías, serpientes de luz en el frío de la noche, pasaban por debajo de su pieza; en las sombras de los seres que rondaban sus sueños.
Y creyó entonces entender, al fin, por qué no quería saber las fechas en que pasaban las cosas.
Creyó intuir, al fin, para qué demonios escribía.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.
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