A los amantes del misterio de la vida
En el centro de la ciudad, todo el mundo corría ajetreado aquella tarde en busca de papeles de regalo, de juguetes para niños de muchas edades, de cintas de celo para envolverlos…
La prisa los llevaba de un comercio a otro, donde tenían que abrirse paso con sus bolsas entre una marea de personas que inundaba las calles y las avenidas.
Yo decidí cambiar mi rumbo para irme por las calles más solitarias y oscuras, donde el frío, asentado durante varias semanas, congelaba el aliento.
En el silencio de aquellas barreduelas, percibí un temblor en los rayos de sol del ocaso.
La luz se hacía poco a poco presente, despacio, con humildad, como pidiendo permiso al invierno.
En una esquina, me paré delante de un zaguán que daba acceso a una preciosa reja de hierro.
Me asomé.
Allí, en la quietud de un patio sevillano adornado de plantas y mecido por el rumor del agua de una fuente, vi un precioso nacimiento.
Cristo parecía sonreírme.
-No me busquéis en el brillo de los trajes, en los chistes sin gracia o en las cadenas del oro... -parecía decirme.
Al salir de aquel zaguán, un avión pasó justo por encima.
La tarde expiraba.
A lo lejos, hacia el río, un rumor de gente me traía el deseo de un nuevo mundo.
El misterio de la noche de
Reyes se iba poco a poco haciendo presente.
Emprendí el camino de regreso a casa.
Cerca, unas campanas sonaron...
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