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CRÓNICA DEL DÍA DEL APAGÓN

 

 


 

 



Hombre soy y nada humano me es ajeno.

TERENCIO

 

 

El lunes pasado llegué a Montequinto (el barrio de Dos Hermanas donde doy clase) quizás en el último metro en servicio de ese día con dirección a Olivar de Quintos.

Antes de entrar en el instituto, fiché en la aplicación Séneca mi entrada, casualmente a las 12:33.

A partir de ahí, empezó el caos, mi caos de ese día. Esta es la historia.

Una conserje me tuvo que abrir con llave la puerta de entrada al edificio. Se acababa de ir la luz.

Nada extraño, pensé (como pensamos en ese momento todos). Estas cosas pasan a veces.

Tenía dos horas de clase por delante con el grupo del que soy tutor, una de Lengua y la última de Tutoría. El lunes es un día bueno para mí, una excepción en mi horario que me permite alargar el fin de semana, aunque me levante temprano para organizar en casa el trabajo venidero.

Era extraño el ambiente en la clase. No pude pasar lista porque la aplicación Séneca no funcionaba (no había Internet). Apunté los nombres de los que faltaban en mi agenda con idea de pasar las inasistencias más adelante, cuando volviese la normalidad.

Intenté poner a los alumnos a trabajar con análisis morfo-sintácticos de cinco oraciones, pero era complicado: ellos estaban pensando más en recuperar la operatividad de sus teléfonos móviles, que, por supuesto, no utilizan nunca en clase.

Salí al pasillo a preguntar: un compañero me dijo que se había ido la luz en España, el sur de Francia y Portugal. Volví a clase y les anuncié la noticia a los chavales. No sé si fue buena idea hacerlo. Más nerviosos se pusieron.

Cuando pasó un rato, un alumno exclamó “¡Ya tengo wifi!”, como si hubiese encontrado el Santo Grial. La emoción no le hizo pensar que, al gritar así, estaba desvelando su uso ilegal del móvil en clase. Reprimí la idea de ponerle un parte de conducta.

Pasé como pude la primera hora con ellos. Ya unos padres se habían llevado a un alumno del grupo.

En el intermedio entre una clase y otra estuve torpe: no fui a buscar a algún compañero que bajase a Sevilla en coche después del trabajo. Me confié porque pensé que aquel apagón no iba a poder eternizarse.

En la hora de Tutoría, les dije que trabajasen por parejas las cuestiones que se deben mejorar en el grupo, para hacer luego un debate posterior. Otro alumno fue recogido por sus padres, yo no lograba comunicarme con mi familia y todos empezábamos a ponernos nerviosos.

Cuando no sonó el timbre del final de la jornada y salimos al pasillo (“Que pasen una buena tarde. Hasta mañana”), me llamó la atención el poco jaleo que había: lo habitual sería que hubiese muchos alumnos bajando entre risas y gritos las escaleras.

Éramos pocos los que habíamos quedado. Muchos alumnos (me contó al día siguiente una conserje) fueron recogidos por los padres en las dos últimas horas de la mañana.

Yo eché a andar hacia el metro.

Soy un firme defensor del transporte público, entre otras cosas porque no tengo más remedio (el Señor no me ha llevado por las sendas de San Cristóbal, santo patrón de los conductores). Llegué a sacarme el carné de conducir en tiempos, pero ese papel rosa duerme el sueño de los justos en un pliegue polvoriento de mi cartera.

La boca de metro de Europa (de la avenida de Europa de Montequinto) estaba cerrada con persiana y, por supuesto, no se había fijado un mal cartel, pegado con celo, que indicase los motivos del cierre o si la empresa iba a poner en marcha un transporte alternativo en autobús.

Era un día soleado. Hacía un calor moderado. Corría una cierta brisa. No había nubes que tapasen el sol.

Al lado de esa boca del metro hay una parada de autobús. Pregunté y me dijeron que allí paraban buses con destino a Sevilla, pero que llevaban mucho retraso.

Allí me coloqué, intentando coger algo de la sombra de un poste informativo. Menos mal que llevaba mi gorra y las gafas de sol, que a veces se me quedan en casa.

Los rumores empezaban a circular: que había sido un ataque, que Putin tenía la culpa, que media Europa estaba sin electricidad… Nadie tenía Internet en el móvil, con lo que las especulaciones corrían como la pólvora.

Una señora llevaba allí esperando casi dos horas. Sin embargo, nadie perdía la compostura, cosa que me tranquilizó.

Pasaron dos taxis por la glorieta de arriba. Algunos viajeros pensamos pedir entre varios algún taxi o un VTC, pero ni el teléfono ni Internet funcionaban. La peor pesadilla distópica se iba cumpliendo en todos sus detalles.

Hacía calor.

Por fin, a las 15:30, una hora después de su hora de salida del núcleo de Dos Hermanas, llegó el autobús, que se llenó inmediatamente. No cabía nadie más, por lo que hubo gente que se tuvo que quedar en la parada. Tuve que ir de pie en el pasillo.

Me encontré con un compañero que sustituyó recientemente a una conserje, pero la verdad es que yo no tenía las mismas ganas que él de establecer conversación: estaba más ocupado en intentar comunicarme con mi familia, algo casi imposible.

Mi hija me había mandado unos mensajes de WhatsApp a las 13:32 horas (una hora después del apagón), en los que me decía que no tenía apenas carga de batería en el móvil, pero luego no supe nada más de ella.

Con mi mujer sí pude comunicarme por mensajes SMS, pero se cortaba la comunicación por esa vía. De hecho, los mensajes que intercambiamos desde entonces entraron sin la indicación de la hora de recepción, escritos a ciegas porque no teníamos respuesta inmediata uno del otro.

Hasta les escribí a ambas por Instagram, pero no había forma de comunicarse de ningún modo por ese medio.

El autobús iba lentísimo. El conductor intentó avanzar hacia Sevilla, pero no pudo hacerlo porque en el cruce con la carretera de Utrera lo desviaron a la derecha. Era impresionante la cola de los coches que intentaban avanzar hacia la capital.

El buen hombre volvió a entrar en Montequinto, pasó de nuevo por la parada donde me subí yo (en la que aún había gente esperando el siguiente autobús) y esta vez tiró hacia la parte trasera del IES Hermanos Machado, con la idea -que creo certera- de acceder a la SE-30 desde una posición más avanzada.

De todas maneras, circulábamos a paso de persona. Fuera, en los campos, explosionaba la primavera. El florecimiento de las plantas, ajeno a nuestros afanes, contrastaba con la extrañeza de hallarnos a aquella hora intempestiva apiñados en aquel vehículo (con el aire acondicionado puesto al mínimo) que iba tan lento, mientras en los arcenes de la carretera veíamos andar a muchas personas camino de Sevilla o de Dos Hermanas.

No pude evitar preguntarme cómo habría sido aquella jornada si se hubiese presentado con lluvia, viento y frío.

Mirando aquellos viandantes, recordé que yo mismo, antes de que llegase el autobús, estuve tentado de ponerme a andar para recorrer los ocho kilómetros que me separaban de la puerta de mi casa. Menos mal que el estado de mi glucosa me hizo tener cabeza y esperar. Esto de ser diabético te obliga a pensar mucho en los pasos que vas a dar a continuación.

Dos horas duró aquel trayecto lentísimo. Finalmente, el autobús nos dejó en el Prado de San Sebastián, al lado del bar Citroen.

Podía haber cogido en ese momento un autobús urbano hasta casa, pero el cuerpo me pedía andar para vencer el entumecimiento. Eran las cinco y media de la tarde, no había comido y, a pesar de todo, mi nivel de glucosa en sangre estaba bien, gracias a Dios.

Aquel día había dejado encargada comida en el supermercado habitual, pero llegar allí me desviaría un tanto de mi ruta a casa. Daba igual ya: de perdidos, al río.

El súper estaba cerrado, pero me pudieron dar las dos barras que tengo encargadas de lunes a viernes. La comida, no.

Cuando llegué a casa, a eso de las seis y algo, me encontré con mi hija. Mi mujer llegó pocos minutos después.

Busqué un viejo transistor de pilas y pude por fin alimentarme de información, que era la mayor hambre que traía.

Mientras comíamos, fuimos saltando de emisoras. Unas directamente no tenían sonido. En otras, la información era muy escasa. En una radio pública, un experto en energía, que casualmente pasaba cerca de la emisora, se acercó a explicar que aún quedaban unas horas para que se recuperase totalmente la corriente en todo el país.

Cuando salí de la ducha, sorprendentemente caliente, que me di a la luz de una vela, volvió la electricidad.

Al día siguiente, un compañero me contó que en un barrio de Sevilla, unos albañiles, en vista de que no funcionaba el ascensor, habían subido a pulso a una persona discapacitada hasta su casa, situada en un séptimo piso.

Cuando se recuperaron las redes sociales, pudimos ver una imagen de un cruce de vehículos sin semáforos operativos en Gijón en el que los conductores, con una actitud modélica, se organizaban para ir cruzándose de un lado a otro a una velocidad lenta y constante.

En otras intersecciones de otros lugares, los vídeos mostraban a peatones espontáneos que se jugaban el tipo en medio de la calzada para regular el tráfico.

En Madrid (me contaron ayer) hubo conductores que, sin pedir nada a cambio, montaron en sus coches a peatones a los que les quedaba un largo camino aún para llegar a sus casas en las afueras.

Ha habido miles de ejemplos similares de solidaridad, de empatía, de colaboración.

Si alguna lección hemos sacado de esta crisis del lunes (aparte de que hay que comprar ya papel higiénico a espuertas para la próxima crisis mundial, así como hornillos de camping, velas y linternas) es que somos un país con una vena solidaria impresionante.

Me enorgullece formar parte de este país.

Aunque no me pongan carteles de aviso en el metro cuando este no funciona.

Aunque llegue dos horas tarde el autobús.

Porque siempre hay alguien que ayuda, sin ánimo de lucro, al necesitado.

Porque siempre hay alguien que “pasa por allí” para ofrecer su experiencia, su formación, su tiempo a los demás, sin esperar nada a cambio, la simple recompensa de ser escuchado.

Aunque sea en una radio de pilas, camino del extrarradio.

Allí donde florecen los campos...


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