A la encendida memoria de Rafael de Cózar,
que murió intentando salvar de las llamas su biblioteca
♣
...en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos que’l oro escurecían…
GARCILASO DE LA VEGA.
La otra tarde se paró en medio de su sala de estar. Iba de un asunto a otro, enredado, embolicado como siempre, de un papel a otro papel, como si su casa se hubiese convertido en una continuación de su oficina. Pero se detuvo porque creyó vislumbrar un temblor en un cuadro de la pared.
Era un grabado que, hacía catorce años, le había regalado su autor durante la entrega de un premio a un querido profesor de su facultad ya fallecido.
Catorce años de aquel premio, pensó. Le parecía que todo había pasado demasiado rápido.
Son tantos los recuerdos que se van acumulando en las estancias de las casas…
El sol ardiente de la tarde de junio se estaba poniendo en ese instante detrás de los edificios de enfrente.
Fue rápido. Cogió su móvil e hizo varias fotografías al grabado del emisario de los dioses, queriendo atrapar en el tiempo aquella anomalía.
Al mirar asombrado las imágenes, le vino a la cabeza toda la vida que aquellas paredes habían contemplado como silenciosos testigos. Notó que algo iba a suceder, pero no sabía qué.
Allí mismo, donde se había detenido, había visto dar los primeros pasos a su hija; había contemplado, una tarde como aquella, pero distinta, el arrebol de las nubes del ocaso mientras hablaba con su madre de la muerte de su abuelo; había ido construyendo una biblioteca de cientos de libros; había hablado con su mujer en eternas conversaciones sobre lo humano y lo divino…
Creyó ver que las alas de los pies de Mercurio en el grabado tenían relieve, como si fuesen las verdaderas sandalias aladas del mensajero de los dioses.
Al norte, caligrafiando lo hermoso de estar vivos, parejas de vencejos escribían cartas de amor en el cielo.
La vida se imponía a golpe de besos y versos.
Sonó un timbre lejano.
Había que volver al trabajo.
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