Los porteros de foot-ball, igual que los toreros, odian los días de viento porque el aire entonces le da al balón trayectorias inverosímiles que los obligan a esforzarse mas que en ninguna otra ocasión.
Aquel día, Z. estaba nervioso. La tarde se había vuelto plomiza y las nubes llegaban empujadas por un viento frío y desapacible.
Fue a la salida de un corner. La pelota, que venía al primer palo desde la derecha del portero, inició un vuelo majestuoso en busca de un rematador. No hay, por cierto, emoción comparable a la de ver volar un balón que persigue el fondo de la red.
Z. la golpeó de puños, pero no con la suficiente fuerza. Hubo varios rechaces que llevaron el esférico al otro lado.
Allí, a la izquierda de Z., surgió la figura de A., el vecino de su mismo pueblo, aquel zagal que estaba empezando a jugar en la primera categoría del fútbol español. Era un muchacho joven y rubio, hermoso, con la belleza y la inocencia de lo recién creado.
Fue el gol de su vida. A., aquel joven imberbe, prácticamente un desconocido para los plumillas de los periódicos, vio venir el balón de detrás de él, mientras se zafaba del lateral izquierdo, y tuvo la iluminación de elevarse de un salto para golpear el balón de espaldas y luego caer tras dar una vuelta en el aire.
La bola, a pesar de lo forzado de la postura, del escaso ángulo que tenía el delantero y del cuerpo del portero, que estaba tapado por un enjambre de jugadores, entró como un cohete por la escuadra contraria. Z., el viejo cancerbero, ganador de todas las batallas, no pudo más que aplaudir a su rival y coterráneo por la belleza del goal.
Cuando, una hora más tarde, el Real Club Deportivo Español ganó la final de Copa al Athletic-Aviación Club por tres goles a uno, A. y Z. se unieron en un sentido abrazo. Ambos lloraban de emoción.
♣
Pasaron los años. Z. estaba luchando en la Guerra Civil contra sus compañeros de armas. Había sido detenido por uno de los bandos en lucha y después fue obligado, tras un simulacro de fusilamiento, a combatir contra quienes pensaban como él en aquella contienda incivil.
Una mañana, su destacamento, después de haber estado intercambiando disparos con el enemigo desde la amanecida, llegó a mediodía a la plaza de una pequeña aldea de la que todo el mundo había huido.
Había varios cadáveres en el corral de una de las casas. Z. se sorprendió porque, al darle la vuelta a uno de los cuerpos, descubrió los hermosos ojos azules de A., abiertos para siempre a la eternidad de las sombras.
Y recordó aquel gol del joven en la final de Copa, el más bonito que le habían metido nunca en su portería.
Cerró los ojos. Hacía mucho aire. Los porteros odian los días de viento.
Y los goles que les va metiendo la vida...
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