El
Portil fue la playa de mi infancia.
Cuando yo tenía dos años,
nació mi hermano Cayetano. Por aquella época mis padres compraron
un piso en la costa de Huelva, en El Portil (Punta Umbría).
El
Portil era entonces una playa salvaje, muy poco poblada. Había muy
escasas urbanizaciones en medio de grandes extensiones de campo y de
dunas. La sensación de libertad que proporcionaba el contacto con el
mar era indescriptible. Era un paraíso para nuestras almas
infantiles.
Hasta allí nos trasladábamos
en las vacaciones de verano en compañía de mis abuelos Manuel y
Antonia.
Mis primeros recuerdos de
aquella playa son muy vagos. Me acuerdo de un precioso barco de vapor
de plástico que olvidé en la arena, de un cine de verano en Punta
Umbría (al que íbamos con nuestros primos) o de una tortuga gigante
muerta que apareció varada en la arena y que la marea desenterraba
una y otra vez a pesar de los esfuerzos de quienes intentaron
inhumarla.
Mis hermanos y yo jugábamos a
salpicarnos con pistolas de agua, a nadar en colchoneta o a hacer
carreras por la playa.
Nuestra familia tenía un
sombrajo de techo de cañas, como los que había antes en Punta
Umbría, al que tuvimos que renunciar porque otras familias lo
ocupaban cada dos por tres.
Había entonces varios alemanes
que veraneaban allí. Me acuerdo especialmente de una señora, vecina
de abajo, que nos regalaba caramelos.
Con mi abuelo íbamos a una
vaquería en busca de leche, que luego había que hervir en un cazo.
Otras veces recorríamos las orillas de la laguna de agua dulce, que
no estaba -como ahora- cercada y en la cual se oían a veces disparos
de cazadores.
Uno de los momentos más
celebrados era la llegada de mis tíos Antonio y Mari de Alemania,
los cuales tenían otro piso en la misma urbanización. Ellos siempre
nos traían algún detalle. Me acuerdo del verano en que nos regalaron
los famosos cubos de Rubik (novedad de aquel año). Mi tío nos
tradujo las instrucciones en alemán y mi hermano y yo competíamos a
ver quién conseguía el récord de velocidad al resolver dicho
rompecabezas.
Algunas mañanas, los dos
cruzábamos a nado hasta la barrera de arena del final de la ría del
Piedras, la llamada “Flecha de El Rompido”, en una época en que
no había tanto barco como ahora. Había que tener cuidado con las
corrientes provocadas por la marea, pero merecía la pena el esfuerzo
cuando pasábamos a la otra orilla, a la zona de mar abierto, donde
pescábamos enormes coquinas que metíamos en bolsas, las cuales
luego nos atábamos a los bañadores para poderlas traer de vuelta.
Con otro familiar nuestro, mi
tío José, el cual tenía una barca, navegábamos por aquella misma
zona de desembocadura del río para pescar. Es curioso cómo lo único
que recuerdo haber pescado entonces fue un gazapo, feísimo
pez incomestible que tuvimos que devolver al agua.
En
la piscina de la urbanización continuamos nuestro aprendizaje de
natación, ya iniciado en unos cursillos en la piscina de Bellavista,
en Riotinto. También aprendimos a tirarnos de cabeza, pero antes
tuvimos que pegarnos sonoras panzadas contra el agua desde un
trampolín que años después terminaron quitando.
De
entonces recuerdo a Arturo, sobrino de mi tío Antonio, y su hermana
Diana, que vinieron de Alemania con sus padres, y con quienes hicimos
buenas migas.
También me acuerdo de que un
verano alquilaron al lado de nuestro piso mis tíos Juan y Enriqueta
con sus hijas. Eran bellísimas a mis ojos de niño aquellas primitas
y creo que me enamoré de ellas. ¡Ay, el amor..!
Jugábamos al tenis en
una pista dura que se mantiene todavía. Recuerdo el sorteo de las
horas de ocupación de la pista, rito que aún sigue teniendo lugar.
Algunos años estuvimos en
pandillas de chavales de la misma urbanización. Sin embargo, a
partir de un verano no quise formar parte de ningún grupo. Me había
vuelto por entonces un muchacho ensimismado, amante de los libros, un
tanto solitario y cultivador de mi mundo interior. La infancia tocaba
a su fin.
¡Cuántos recuerdos en El
Portil, la playa de mi infancia!
Comentarios
Yo no pasaba de la primera fila
Angel