Como resultado de mi interés
por la lectura surgió en mí el deseo de escribir, de intentar
producir en otras personas con las palabras el mismo efecto
maravilloso que en mí provocaban los libros.
Mis primeros escritos fueron
recopilaciones de citas y refranes. Empecé a coleccionarlos una
tarde en que escuché en la radio de mi cuarto un proverbio chino que
me pareció una revelación: “Quien no sepa sonreír que no vaya a
abrir tienda”.
Con un cuento un tanto
melodramático y triste, titulado “Historia de dos jóvenes”,
gané un premio de literatura que organizó el instituto de Nerva.
Creo que quedé en tercer lugar. Me dieron cinco mil pesetas de
premio, lo cual me hizo creer erróneamente durante un tiempo que
podía realmente dedicarme a vivir de mi literatura.
A
aquel premio me presenté con un seudónimo (“Clavero Martínez”),
ya que había descubierto recientemente el del escritor Leopoldo Alas
(“Clarín”) y me parecía original esconderme detrás de aquel
nombre supuesto.
Mis primeras historias tenían
mucha influencia de los tebeos, con sus constantes onomatopeyas, y de
las películas de ciencia ficción que veía en televisión.
En
el colegio colaboré en la publicación del periódico del centro, en
el cual apareció mi relato “Diálogo de venusinos”, que pude
rescatar años después gracias a mi profesor de Literatura de COU,
Josema Rico.
¡Ah! Aquellas horas dedicadas
al periódico escolar... Aún me acuerdo de aquella vieja
multicopista al lado de la sala de profesores que sacaba las copias
de los originales mecanografiados. Había que darle vueltas con una
manivela, procedimiento rudimentario y al mismo tiempo mágico.
Entonces se celebraban
anualmente las Olimpiadas Escolares, en las que participaban los
colegios de toda la Cuenca Minera. Recuerdo que en Campofrío actué
como periodista deportivo escribiendo las crónicas de los partidos
de balonmano.
También recuerdo que con el
colegio hice una visita a la antigua imprenta de Chaparro en
Riotinto, la cual me fascinó con sus cajones llenos de tipos y
signos de metal.
Empecé a tener claro que mi
profesión tenía que estar vinculada a la comunicación en alguna de
sus vertientes.
Me
atreví también con la escritura colectiva: con mis amigos “Rafi”
y Ángel escribí varias obras de teatro en las que el protagonista
era un tal Antonio, un periodista que iba siempre en busca de
noticias frescas. Creo recordar que una de aquellas obras la llegamos
a representar los compañeros de curso con ayuda de un misterioso
monitor de teatro que apareció en el último momento, días antes de
la actuación.
Pienso que mi gusto por el
teatro me viene de haber contemplado una representación de La
casa de Bernarda Alba de Lorca en el salón de actos del colegio.
Aquellos actores eran curiosamente presos de la cárcel de Huelva.
En
la época en que empecé a dejar atrás la infancia, mis textos se
llenaron de alusiones melancólicas y tétricas, tanto que mi madre
me repetía una y otra vez que yo sólo escribía sobre muertos.
Ya
en el primer curso del instituto (1º de BUP), la profesora de
Historia, Carmen, le propuso a mi clase dos opciones: o estudiábamos
el tema de la Revolución Francesa para un examen o montábamos una
representación teatral sobre ella.
La
clase se decidió por hacer teatro, encomendándome a mí, ya que
todos mis compañeros conocían mi gusto por la escritura, la tarea
de escribir el texto.
En
las vacaciones de Semana Santa me empapé en una enciclopedia de la
historia de aquella revolución y al volver al instituto le presenté
el drama histórico, el cual aún conservo, a la profesora.
A
final de curso representamos la obra para todo el instituto.
Yo
pensaba que mi tarea en aquella función había concluido con la
escritura del texto, pero resultó que el alumno que iba a hacer de
Robespierre enfermó y, a mi pesar, tuve que reemplazarlo.
Forma maravillosa de aprovechar
el tiempo, medio magnífico para conocerse a uno mismo y para conocer
la realidad (de igual modo que la lectura), la escritura se convirtió
desde entonces para mí en un necesario desfogue, en una liberación
de mis demonios o fantasmas interiores, así como en una entrega a
los demás, los lectores, en un regalo de palabras ensartadas que
encerraban lo mejor de mí mismo, plasmación purificadora de mis
temas y obsesiones, catarsis que me hace huir del tiempo, atento sólo
al discurrir de la tinta sobre el papel o al contacto de las yemas de
los dedos con las teclas del ordenador.
¡La escritura, maravillosa
pasión del alma!
Comentarios
Como dices en la despedida del mismo: ¡La escritura, maravillosa pasión del alma!... ¡ Claro que es maravillosa!; fíjate que leyéndote me he transportado a la vieja sala de profesores; y he oído el ruido de la vieja multicopista, aquella con la que nos manchábamos las manos con una tinta casi imposible de quitar...
Y es que, un buen escrito, uno de esos que "te llegan"; puede ser el mejor vehículo con el que transportarte a lo que un día vivimos sin, quizás, darle importancia.
Saludos, amigo.