Que
las chicas jugaran a tenis con vestidos sin mangas o que no les
llegaran hasta los pies, hubiese sido escandaloso, incluso en pleno
verano, y si una mujer de buenas costumbres cruzaba las piernas en
una reunión social, la «moral» lo consideraba terriblemente
indecente, pues con este movimiento, por debajo del dobladillo del
vestido, podían quedarle al descubierto los tobillos.
Stefan Zweig: El mundo de
ayer (1943).
La
cita de Zweig que encabeza esta entrada, tomada de sus magníficas
memorias, las cuales recomiendo encarecidamente, se refiere a la
estricta y pudorosa moral que estuvo instalada en Austria a finales
del siglo XIX y la utilizo como contraste con la época de hoy,
cuando está muy de moda entre los jóvenes la difusión de fotos o
vídeos eróticos o pornográficos en los que aparecen menores de
edad.
Lo
curioso es que a veces los menores que aparecen en esas imágenes
voluntariamente se prestan a dicha difusión, la cual supone un
proceso no demasiado complejo gracias a la tecnología actual, en la
que, como es sabido, las generaciones jóvenes son expertas.
Más allá de las implicaciones
jurídicas de este asunto (que las tiene y son muchas, pues
recordemos que la posesión o difusión de imágenes eróticas o
pornográficas de menores es un delito grave), quiero detenerme hoy,
tomando como ejemplo este tema, en la importancia desmedida que el
sexo tiene en la sociedad actual.
Hay una hermosa película en
blanco y negro del director de cine británico David Lean, titulada
Breve encuentro
(1945), que es la historia de un amor imposible: el adulterio de una
mujer casada (interpretada por Celia Johnson), insatisfecha con su
distante marido, la cual se enamora de un médico que también está
casado (encarnado por Trevor Howard) a quien conoce en una estación
de tren.
El
médico tiene un amigo al cual le pide el favor de que le deje su
piso de soltero para poder “relacionarse” con la mujer casada
(por cierto, esta parte de la película inspiró a Billy Wilder su
célebre filme El
apartamento).
Pues bien, hay una escena en la
que se insinúa finamente la consumación del adulterio: ella y él
están en el salón del piso, con una habitación al fondo en la que
asoman los pies de una cama; ambos se dirigen hacia allí y...
fundido en negro y vámonos que nos vamos a la siguiente escena. A
buen entendedor...
Antiguamente desde luego las
alusiones al sexo eran muy veladas, casi inexistentes, como se
observa en muchas obras literarias. Por ejemplo, en La
Regenta (1884-1885),
magnífica novela de Leopoldo Alas “Clarín” en su tiempo
considerada escandalosa, se insinúa que Fermín de Pas, el sacerdote
que confiesa a la protagonista, Ana Ozores, tiene una relación
esporádica con la criada de ésta en una cabaña, que encuentran en
medio del bosque bajo un fuerte aguacero, con un conciso “Hablaron”.
El
sexo, ese roce de siglos, debería formar parte de la vida íntima o
privada del individuo o la pareja.
Cuando en las escuelas de cine
del futuro se analicen las películas de nuestra época, quizás
llame la atención el excesivo protagonismo de la carne desnuda, de
los gemidos de placer desbordado y las posturas gimnásticas
exageradas. En algunas películas incluso es difícil precisar si se
trata de filmes pornográficos o no.
El
erotismo, con su carga de enigma e insinuación, ha sido reemplazado
masivamente por la pornografía pura y dura, y este hecho afecta
lamentablemente cada vez más a los adolescentes desde edades muy
tempranas. En breve intervalo de tiempo muchas chicas (curiosamente
nunca los chicos) pasan de jugar con muñecas a convertirse en objeto
de deseo sexual, en muñecas sexuales. Es una moda imperante.
La
choni o cani
(como ahora se dice) que quiera serlo y significarse siéndolo como
ninguna, debe ahora pasar por difundir la imagen sexual
correspondiente en la que aparezca su tierna carne núbil.
En
todo ello hay componentes de machismo y de morbo que van más allá
de un simple desahogo. En esta sociedad errática se ha perdido el
pudor, pero no sólo eso: la sexualización de la vida contemporánea
lleva a la cosificación de la persona que es víctima, voluntaria o
no pero víctima al fin y al cabo, de dicha tendencia, al ser
convertida en objeto de deseo, en imagen de móvil que rueda y rueda
por las redes y que es repetidamente utilizada para saciar a los
receptores de estos contenidos.
Lo
peor de todo es que dichas víctimas, dichos objetos de deseo, ponen
su cuerpo al servicio del público conscientemente, incluso
jactándose de ello, atendiendo los dictados de la corriente
dominante.
Por otra parte, ¿cómo
pretendemos en la escuela o en la familia transmitir una moral sexual
si luego los niños ven en televisión o en Internet los selfies
(“autofotos”) de los famosos, quienes, cuando piensan que ya no
se habla de ellos, empiezan a recibir miles de visitas virtuales si
enseñan su cuerpo serrano en fotos tomadas por ellos mismos delante
del espejo de su cuarto de baño?
No
ayuda mucho tampoco el asunto de la calificación de las películas
por edades, donde encontramos grandes contradicciones: por ejemplo,
¿por qué películas magníficas llenas de valores como las de la
trilogía de El señor
de los anillos son
calificadas para mayores de trece años cuando un niño de siete
puede entenderlas y disfrutarlas, aunque salgan algunas feas imágenes
de orcos asesinos? Por otra parte, ¿por qué otros filmes en teoría
aptos para todos los públicos no se pueden ver con niños debido a
las constantes y zafias alusiones sexuales de los guiones?
En
fin, me estoy dando cuenta de que me estoy volviendo un moralista
irredento. Puede que sea la edad.
Si
no quiero seguir siendo un dinosaurio, urgentemente tendré que urdir
un plan para pasar a la posteridad: por lo que veo, habré de enseñar
mi torso desnudo en esta bitácora, a pesar del pudor que me reprime.
O quizás deba ser más atrevido: mi culo me hará más famoso que
las miles de palabras que llevo escritas desde tiempo inmemorial. Que
tiemble Lady Gaga...
¡Oh, triste signo de los
tiempos!
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