Mi abuelo Manuel tuvo un huerto, pero yo no lo conocí.
Lo veíamos a la izquierda, bajando por el camino de tierra, cuando
algunos domingos íbamos al huerto de un tío abuelo nuestro.
Sus
muros de piedra, caídos por la agresión del tiempo, eran testigos mudos de
otras épocas, de risas antiguas, del crecer en silencio de las plantas.
Cuando, allí abajo del Monte Sorromero, los niños jugábamos a encontrar
alacranes debajo de las rocas o subíamos, con esa inconsciencia de la infancia,
a las copas de los frutales del huerto de abajo, no podía yo olvidar la imagen
de aquellos ruinosos muros del de mi abuelo, y pensaba en los frutos de la tierra
(plantas y hombres), y en los papeles, ya amarillos por el paso de los años, de
la licencia para un huerto, más abajo de su lugar de nacimiento, que un buen
día heredara mi abuelo.
Comentarios