A
mi esposa,
Eva
María Reyes, a quien tanto quiero
¿Dónde
estabas, querida? Había perdido tu rastro hace tiempo, cuando en pantallas de
toda especie quise encontrar destellos agridulces de tu belleza.
Te repudié por otras amantes: por leves pompas
de vanidad digital que en el aire de la tarde se deshacían; por breves notas informativas
que apenas llegaban a la altura de tus pies; por noticias banales de seres
absurdos que apenas alimentaban el seco hondón del pozo de mi alma.
Te abandoné, igual que se abandona un tesoro, en la puerta de mi casa. Y te dije adiós, para que no volvieras nunca.
Te abandoné, igual que se abandona un tesoro, en la puerta de mi casa. Y te dije adiós, para que no volvieras nunca.
¿Dónde has estado desde entonces, querida? Te busco ahora por
las esquinas, atento a cada verso que traen las ondas de radio; a cada trozo de
papel de periódico que me habla de ti; a cada imagen, entre otras muchas que me
causan pavor, que me recuerde tu precioso rostro.
Vuelvo a ti como un niño travieso a las
faldas de su madre, como un hijo pródigo al seno del padre misericordioso.
Vuelvo a ti de nuevo, rendido a tus plantas, como
un vasallo, como un infiel marido cansado de buscar, puertas afuera, lo que
siempre tuve dentro.
Vuelvo a ti de nuevo, al caudal del verso, al
misterio de lo inefable, a la emoción, a la sugerencia, a la intensidad, a la
belleza, a las lágrimas, al hondón de nuevo lleno de agua de mi alma.
Yo, el mundo, vuelvo a ti de nuevo, sagrada,
sublime, preciosa, eterna Cultura.
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