Hace unos
días, un querido amigo mío que se dedica en sus ratos libres a ser árbitro de
mesa de partidos de baloncesto, sabedor de que he presenciado alguna vez
partidos de baloncestistas en silla de ruedas y me ha emocionado el tesón y el
denuedo con el que estos competían, me mandó un calendario de partidos que iban
a desarrollarse cerca de mi casa por si yo estaba interesado en presenciarlos.
Al día
siguiente me mandó un mensaje en el que se disculpaba por tener que comunicarme
que desgraciadamente iban a desarrollarse a puerta cerrada.
Nada más que
eso, un simple mensaje entre los miles que recibimos cada mes. Pero esta vez me
paré. Me paré literalmente, dejé de caminar para leer bien sus palabras y pensé
que aquella era la noticia que más me había marcado de toda la semana, aunque
no sabría decir por qué.
Quizás porque
hace tiempo que no dedico un rato a sentarme a escribir mis ideas (y debería
hacerlo más); quizás porque estoy muy atareado últimamente con mi trabajo de
profesor, tan distinto del que conocí hace veintidós años; quizás porque no
termino de procesar del todo este año tan extraño y tan fúnebre que estamos ya
acabando por fin; quizás porque, en el fondo, no terminamos de asumir del todo
tanta prohibición de derechos que hasta hace poco eran fundamentales, a pesar
de la comprensible urgencia de la situación sanitaria; quizás porque llueve y
hace frío, y el invierno se aproxima a nuestras almas; quizás por todo eso
conjuntamente y quizás por nada. Solo eso. Me paré.
Los
escolásticos medievales discutían a veces sobre si hace algún sonido un árbol
que cae en el bosque si nadie está cerca para oírlo.
No sé, el caso
es que, aunque no pueda presenciar esos partidos tan cerca de mi casa, aunque
ustedes no puedan verlos nunca en televisión, me consolará saber que alguien,
con solo una pierna o ninguna, sudando la camiseta de su equipo en silla de
ruedas, persigue, tirándose al suelo si es preciso, un balón de baloncesto o a
Dios, que para el caso es lo mismo.
Feliz puente a
todos, queridos amigos.
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