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CABALGATA CELESTIAL (CUENTO DE REYES)

 



 

A mi hija y a todos mis queridos

sobrinos, en especial a Juanjo y  Rogelito

 

        Una mañana de finales de diciembre de 2020, llegó a una oficina de correos de la ciudad de Sevilla una curiosa carta.

        Era un sobre verde adornado con unos preciosos dibujos navideños con brillantina que lucían espléndidos bajo las luces de neón de la cartería.        

Normalmente, las cartas que, como esta de la que hablamos, llegaban en aquellas fechas y que ni siquiera estaban franqueadas con un sello -como manda por otra parte la normativa-, indicaban siempre los mismos destinatarios: Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente.

La caligrafía de dichos envíos era cambiante, en función de la edad del remitente: a veces, si los niños eran pequeños, sus padres se encargaban de redactar las cartas; cuando ya los niños estaban aprendiendo a escribir, iban rellenando ellos mismos aquellas peticiones de regalos con sus vacilantes primeras letras, pero lo que nunca variaba era el nombre de los destinatarios, el de los sabios de Oriente.

Invariablemente, fuese cual fuese la edad del remitente, siempre eran los niños (con o sin ayuda) los que  echaban las cartas en los buzones de correos.

Joaquín, el cartero de nuestra historia, era el encargado en la estafeta de recibir aquellas cartas y de depositarlas en una gran caja de plástico azul.

Sin embargo, la carta de la que hablamos era diferente. El destinatario era él. Sí, con grandes letras aparecía indicada la frase Al señor cartero encargado de la correspondencia de los Reyes Magos de Oriente.

Nuestro hombre se sorprendió al leer dichas palabras, pues era un hecho muy extraño que alguien enviase una carta tan bien adornada al propio cartero.

Joaquín preguntó al compañero que le había entregado la carta (Matías, un primo de su mujer) si había leído aquel destinatario, pero este le dijo apresurado que apenas la había mirado, pues la confusión en aquellos días de tantos envíos de paquetes era enorme.

“Ábrela, por favor; es para ti”, le dijo su compañero, despejando así cualquier duda sobre quién era el verdadero dueño de la misiva.

Joaquín quiso esperar entonces a que llegase el tiempo del desayuno. En aquel intermedio abrió el sobre y se encontró con la siguiente carta:

 

Querido cartero:

 

Me llamo Manuel y tengo diez años. Sé que en esta ocasión los Reyes Magos no van a poder desfilar como otras veces por las calles de Sevilla. Hay una enfermedad muy grave que no lo permite. Es la misma que en abril estuvo a punto de llevarse a mi abuela Carmen, la mamá de mi padre.

Sé que los Reyes están muy atareados intentando llevar la magia de sus regalos a todas las personas, así que te escribo mejor a ti, señor cartero, para que, cuando puedas, les hagas llegar mis palabras a ellos (mi mamá me está ayudando a redactar esta carta).

No quiero pedirles ningún regalo porque ya tengo muchos. Solo me gustaría que este año nuevo nos traigan salud y esperanza y que mis padres, que últimamente  pelean mucho, se lleven mejor.

He oído a unos compañeros del cole decir que los Reyes Magos no existen, pero sé que no es verdad. ¿Cuándo ha dejado de existir la magia, el milagro?

Me doy cuenta de que solo soy un niño pequeño, pero veo que muchas veces los adultos se comportan como tontos. Se portan así cuando no son capaces de ver la belleza del mundo, la magia de cada instante.

Por eso, me gustaría pedirles también a los Reyes a través de ti que nos hagan ver cada día el asombro de estar vivos y la belleza del mundo.

Gracias, cartero. Un saludo de

 

Manuel.

 

Con lágrimas en los ojos, el cartero cerró la carta, volvió a meterla en el sobre y la depositó con delicadeza en la gran caja azul.

Había reconocido la letra de su hijo.

Aquel día salió tarde de la oficina. Ya era de noche. A lo lejos, hacia el horizonte del sur, dos luceros alineados brillaban en la noche estrellada.

Al día siguiente empezaban las vacaciones escolares de Navidad y se iba a jugar la lotería del Gordo, aunque todos tendríamos en el bolsillo el décimo más valioso: el de estar vivos.

Al llegar a casa, Joaquín abrazó a su mujer y a su hijo desde lo más profundo de su corazón.

En la ventana brilló el destello de una estrella fugaz.          


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