A mi prima Amalia, con todo mi cariño, y al recuerdo entrañable de
su marido Manolo, que en paz descanse
Hay
muchos momentos que se pierden en el océano del tiempo: risas, miserias, sufrimientos,
odios, lágrimas, iluminaciones, epifanías y hallazgos de belleza.
N., aquel
chaval, no era ni mucho menos alguien brillante, ningún cultivador de la
milenaria afición a la lectura. Nunca había pisado una biblioteca, como su compañero más cercano al fondo de la clase, y no tenía el más mínimo interés
por los estudios.
No era
especialmente conflictivo, aunque de vez en cuando su rencor por el instituto
lo llevaba a gritar su inconformismo, a levantarse sin permiso y a rebelarse
contra la autoridad de unos profesores que le habían puesto hacía tiempo la
etiqueta de indomable. Y desde luego mantener ese papel requería de un esfuerzo
diario que le iba pesando a aquel niño que jugaba torpemente a ser hombre.
Su mundo era
otro y estaba dentro de la pantalla de su móvil: la adicción a los videojuegos, a
las redes sociales, a las apuestas en línea, a la pornografía, a las islas de mil
tentaciones...
La desgana era
su estado habitual. Había visto ya a su edad una andanada de imágenes que
habrían impresionado y ruborizado a cualquiera de sus antepasados.
Ahíto de todo,
paseaba su hastío por los rincones, en un eterno ir y volver sin sentido.
Acompañado siempre de una furia contra el mundo y de un ruido mental y vocal
estrepitoso, no estaba preparado para saber vivir en sociedad porque,
sencillamente, nunca nadie se había sentado a su lado para susurrarle
amorosamente las tres verdades simples del arte de vivir.
Sus padres,
separados desde que él era muy pequeño, habían rehecho sus vidas con otras
parejas, pero en ambas casas la convivencia era muy difícil. Sus hermanos y
hermanastros tampoco eran personas de talante amable.
La pandemia
había venido a rematar aquel estado de cosas totalmente inestable. Tanto su padre
como su madre habían perdido sus trabajos. La situación era preocupante, pero a
él parecía no importarle nada. Se había fabricado una coraza de ira para evitar
ser malherido por un mundo que no entendía. Llegó incluso a pensar en el
suicidio. Su madre quería llevarlo a un psicólogo.
Hay muchos
momentos que se pierden en el mar del tiempo, pero hay otros que pueden quedar
para siempre en la memoria de alguien. Quizás vivir consiste precisamente en
hacer buen acopio de los instantes que pueden iluminarnos, aunque N. nunca se
había llegado plantear esa idea: para él, vivir era simplemente sobrevivir,
decirse (y decir a los demás) una y otra vez que pronto llegaría el momento en
que encontraría su camino, en que sería
del todo feliz.
Sin embargo,
ese instante no terminaba de llegar nunca porque ni él sabía cómo encontrarlo ni,
aunque supiese, tampoco estaba preparado para la serena aceptación de la
realidad.
A veces,
cuando nadie lo veía, lloraba de rabia en la cama por la noche como lo que era
en el fondo: un niño pequeño anhelante de consuelo.
Un día se
peleó en el recreo con un compañero, al que le rompió las gafas. Llamaron del
instituto a sus padres. A la mañana siguiente, su madre lloró lágrimas amargas
mientras firmaba el trámite de audiencia del protocolo de expulsión a casa de
su hijo.
N. pasó
aquellos quince días peleado con el mundo más que nunca, solo y tumbado en la
cama, jugando horas y horas muertas a los videojuegos, entrando una y otra vez
en páginas oscuras del vasto universo de la red.
Volvió, pasado
ese tiempo, al instituto, pero algo había cambiado en él.
Al final de
los días de su expulsión, había advertido al fin lo perdido que había estado
durante años. Incluso veía ahora que el confinamiento del curso anterior, en el
que la pandemia lo había obligado a permanecer en casa, había sido un tiempo
muerto para él. Tiempo muerto no solo porque había perdido la vinculación con
los estudios, sino también con la vida misma.
Aquella
quincena de estancia en su casa, aquel nuevo confinamiento, esta vez motivado
por el mal control de sus emociones, lo terminaron de convencer al fin de que,
de una vez por todas, debía tomar las riendas de su existencia.
Quien narra
esta historia no sabría decir qué momento, el día de su regreso al instituto,
le hizo definitivamente cambiar de actitud: quizás fuese una explicación del profesor
de Sociales sobre el origen de la escritura, o el comentario de un poema de
Juan Ramón Jiménez por su profesora de Lengua, o la belleza de unas ecuaciones
plasmadas en la pizarra por su profesora de Matemáticas, o la explicación del
origen del universo por su profesor de Física, o quizás todo ello juntamente.
Aquel día algo
cambio en él, algo lo traspasó. Él lo llamó años más tarde el crujido.
Sí, algo crujió
dentro de él. Aquellas explicaciones de
sus profesores no eran muy diferentes de las que había escuchado hasta entonces,
y tampoco distintas de las que recibiría posteriormente. Pero era él quien
había cambiado, no el flujo de palabras, el hilo de voces que aseguraban la
continuidad de la cultura contra viento y marea.
Aquella tarde
se miró al espejo con su pelo teñido de blanco y no se reconoció. Se dijo que jamás
se lo volvería a tintar de ese color, porque ya no querría volver a tener nunca
la sensación de verse viejo sin serlo.
Tuvo esa noche
un sueño apacible: andaba por el campo bajando por un camino de tierra. Al
fondo del sendero, encontraba la punta de un estanque, se desnudaba y se
sumergía en la lámina de agua transparente. Al fondo, los ojos de una ninfa lo
miraban amorosos y aguzados.
Al día
siguiente, a primera hora en clase su compañero más cercano, el frecuentador de
bibliotecas, se sorprendió al ver que N., que había traído al fin una mochila a
clase, sacaba de ella su libro, su cuaderno y un bolígrafo. Aún había tiempo
para él en este mundo.
Hay muchos
momentos que se pierden en el inexorable paso de los días, pero aquel
precisamente yo, su profesora de Lengua, no lo olvidaré nunca.
Ha pasado
mucho tiempo desde entonces. Me encontré con él hace poco. Llevaba a su hijo en
brazos. Aún tenía el pelo blanco.
Me contó su
sueño.
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