A mis compañeros bibliotecarios del IES María Galiana
Los
primeros días del curso, el chaval entraba azorado en la biblioteca de su nuevo
instituto. Todo era extraño para él y también aquel depósito de libros,
herencia del trabajo de muchos profesores que, en cursos anteriores, habían
dedicado su esfuerzo a montarlo en horas sueltas entre clase y clase.
Una mesa en la
entrada servía de barrera y recordaba que la biblioteca solo servía entonces
como sitio de préstamo y devolución de libros y no como lugar de estudio. El
dichoso virus Covid-19 había hecho incluso que a mediados de septiembre los
profesores se llegasen a plantear la posibilidad de no abrir ese curso la
biblioteca.
Pero ahí
estaba aquel chaval de primero de ESO, que cada miércoles había decidido
presentarse en la puerta de la biblioteca como si fuese la de una botica en la
que solicitar remedios para el alma. Siempre sacaba un libro que
invariablemente traía leído el miércoles siguiente con el propósito de llevarse
otro para la semana posterior.
El
bibliotecario que estaba de guardia ese día observaba el prodigio del nivel del
lenguaje utilizado por el muchacho: a veces no hay mucho que observar en una
biblioteca cuando apenas hay trabajo, cuando nadie viene a solicitar o a devolver
ejemplares en un recreo.
Pero, por
encima del registro culto y de los exquisitos modales empleados por el chaval,
al profesor bibliotecario le llamó poderosamente la atención su curiosidad
insaciable y su prodigiosa inventiva. Era una esponja que lo absorbía todo, un
diamante en bruto por pulir.
El niño le
contó que había escrito algunas obras de teatro, así como varias novelas. Era
un verdadero prodigio.
Un miércoles,
se presentó buscando un libro de un politólogo norteamericano, un denso tratado
que ni estaba en la biblioteca ni el bibliotecario consideró apropiado para aquella
mente tierna, a pesar de que se lo había recomendado al chaval un profesor suyo.
El
bibliotecario, aun así, hizo el ademán de buscar el libro con el muchacho,
quien, sin que apenas el encargado se diera cuenta, había pasado más allá de la
barrera de protección que la mesa de la entrada intentaba establecer frente a
la enfermedad contagiosa.
En una
estantería baja había un conjunto heterogéneo de libros que habían sido
depositados allí porque no encajaban bien en ninguna de las clasificaciones de
las otras estanterías.
Bibliotecario
y usuario, profesor y alumno estuvieron hojeando las páginas de aquellos libros
diversos, buscando sin éxito entre los dos el de aquel experto en política.
Un escalofrío
recorrió entonces la espalda del profesor: tuvo como nunca la certeza del valor
de su trabajo, el de transmitir un legado, el testigo de la cultura, a las
generaciones futuras, representadas allí en ese momento por aquel chaval
imberbe de ojos curiosos.
Por fin, el bibliotecario
dejó de fingir y decidió recomendar al niño un remedio infalible, la mejor
fórmula magistral, el mejor medicamento para el espíritu, la más pura y
concentrada dosis de literatura: un libro de poesía de Antonio Machado.
Aquel chaval
que quería ser hombre (buceando en libros sobre las trampas de los políticos)
se había encontrado con un hombre hecho y derecho, amante de la literatura y
sus tiernas mentiras, que, aunque el muchacho no lo supiese, quería volver a
ser niño para encontrarse con la pureza, con el entusiasmo por saber, con la
recién creada mirada del mundo de aquel chaval, reflejada por unos ojos aguanosos
encima de su mascarilla azul.
Fuera, en el
patio de recreo, el resto de la chavalería se dejaba estimular por la droga de
los móviles y sus trampas. En la cafetería o en la sala de profesores, los
compañeros del profesor estarían desayunando y comentando las últimas noticias.
El
bibliotecario pensó que, aunque solo fuera por ese alumno, que en solo cuatro
meses era el único de su clase que había sacado ejemplares en préstamo de la
biblioteca, tenía sentido mantener abierta aquella farmacia de palabras.
Cuando al fin
se fue el alumno, el profesor, antes de que tocase el timbre que marcaba el
comienzo de la cuarta hora, creyó ver en la puerta una sombra: era él, que, con
diez años, atravesaba por primera vez la puerta de una biblioteca para no
volver a salir nunca del refugio cálido de los libros.
Intuyó también
otras sombras más lejanas y borrosas, las de otros niños que, en épocas
antiguas, traspasaron alguna vez puertas parecidas (las de las antiguas
bibliotecas de Alejandría, de Pérgamo, de Atenas, de Roma...) y las de los
bibliotecarios que les franquearon los umbrales del saber, en una larga cadena
de eslabones hechos de carne y palabra.
Y una luz de
esperanza se iluminó en su corazón. Tenía toda una semana por delante para encontrar
un nuevo descubrimiento para aquel niño, para la siguiente huella de una larga
y azarosa caminata.
En la ventana,
un tímido sol de invierno anunciaba la lejana esperanza de la primavera.
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