A mi hermano
Cayetano
A veces les
pongo a mis alumnos de los primeros cursos de ESO películas de cine mudo.
Me encanta observar
sus caras mientras contemplan asombrados las escenas arriesgadas de aquellas
viejas películas de Buster Keaton, Laurel y Hardy, Charles Chaplin o Harold Lloyd: persecuciones, golpes, caídas,
peripecias acrobáticas, escenas de sofá...
Paradójicamente,
creo que contemplan ese cine de hace cien años como si fuese el más innovador y
vanguardista del momento. Para ellos tiene que ser un verdadero descubrimiento
saber que podía hacerse humor sin palabras, simplemente con la expresividad del
cuerpo y los gestos de la cara, y que existió antes esa cinematografía, sin apenas efectos especiales, que
es reflejo del mundo analógico que vivieron sus padres y abuelos.
Creo entonces
que, en este mundo dominado por las imágenes y la rapidez con que aparecen y
desaparecen, mi labor como profesor-proyeccionista es la de enlazarlos con una
tradición que vincula el cine mudo con los espectáculos teatrales y con una
larguísima tradición de narradores.
Porque en ese
cine, incapaz de reflejar técnicamente el sonido al mismo tiempo que la imagen,
se halla como en ningún otro el deseo de plasmar la palabra. En el cine mudo la
palabra está presente en los carteles explicativos de la trama, en la exagerada
gesticulación teatral de los actores y, sobre todo, en su inevitable y dolorosa
ausencia.
En Japón el
cine silente no acabó hasta el año 1941, en parte debido a la figura del benshi
(‘hombre parlante’). Era un actor-comentador que en la sala de cine
interpretaba los diálogos, narraba la historia, comentaba la acción (añadiendo
detalles inexistentes en la pantalla) e interpretaba la película con tal
libertad que a veces narraba una historia que no tenía que ver con la película
proyectada.
Algunos benshi
tenían más fama incluso que los actores de la pantalla. Tenían relación con la
tradición oral del teatro japonés. Cada proyección de una película era por
tanto un acto único.
El director Akira
Kurosawa tenía un hermano, Heigo, que trabajó como benshi.
La llegada del
cine sonoro terminó con el cine mudo, que fue transición entre la antiquísima
tradición de los narradores orales y el nuevo mundo del cine con palabras.
Heigo no pudo soportarlo y se suicidó.
Ahora que no
hay abierta ninguna sala de cine en muchos lugares por causa de la epidemia de coronavirus,
creo que hay más necesidad que nunca de volver a ver esas viejas películas
mudas. Sus ansias de palabras nos deben seguir maravillando.
El alma de
Heigo lo agradecería.
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