Lejos de todo, en Beni
Abbès percibí la ridiculez e insignificancia de los afanes en que tanto me
había debatido en otros tiempos. Por fin comprendía que se nace para vivir,
para nada más. Que vivir es la principal tarea y que, para llevarla a cabo, no
es preciso desarrollar ninguna actividad en particular. El desierto me estaba
haciendo descubrir que no hay excelencia alguna en la conquista -sea cual sea-,
que la excelencia -si es que cabe hablar de ella- está en la misma vida, y que
vivir consiste simplemente en descubrir lo elemental.
Pablo d´Ors: El amigo del desierto. Relato de una vocación (Editorial Anagrama,
Colección Compactos, 2009).
Querido lector:
“Contemplar” es palabra que procede
de “templo”, del latín templum.
El Diccionario
de Autoridades de la Real Academia Española, en su edición de 1739,
titulada Diccionario de la lengua
castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza
y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y
otras cosas convenientes al uso de la lengua [...]. Tomo sexto. Que contiene
las letras S.T.V.X.Y.Z., define
el templo, en una de sus acepciones,
así: “Generalmente se llama también cualquiera de los lugares dedicados a los falsos dioses de la gentilidad”.
Lugares… no edificios. En la antigua
Roma era el templo, según Raymond Bloch en su libro La adivinación en la Antigüedad (Fondo de Cultura Económica,
México, 1985), un “espacio celeste determinado por dos líneas perpendiculares
entre sí y en cuyo interior podrían ser observadas las señales enviadas por los
dioses”.
Afirma Bloch en dicho libro que
diferentes pueblos indoeuropeos tenían como fuente de presagios el vuelo y el
grito, la actitud y el movimiento de las aves. Así, por ejemplo, para los
atenienses la lechuza era ave de buen agüero. Los griegos adoraban también el
milano, ave anunciadora de la primavera. El águila era mensajera de Zeus; el
azor y el cuervo, de Apolo; la garza, la corneja, la chova y la gaviota, de
Atenea.
En las epopeyas célticas el cuervo
encarna en el campo de batalla a la diosa del combate. La corneja encarna a la
diosa irlandesa de las batallas, Badb Catha.
Según Bloch, en la antigua Roma el
encargado de determinar las líneas del templum
con un bastón curvo denominado lituus
era un sacerdote llamado augur, el más eminente y sagrado de todo el colegio de
sacerdotes romanos.
¿Y qué era lo que observaban en esos
templos los augures? Fundamentalmente el vuelo y los gritos de las aves
(mensajeras de los dioses), por el cual juzgaban de lo venidero.
Sus adivinaciones del porvenir se
sustentaban en observar, en contemplar
el cielo y sus señales. Y de esas observaciones, si eran favorables, surgieron
templos (de piedra), ciudades, puentes…
El hombre antiguo tenía un sentido
del tiempo muy diferente del del hombre moderno. En la actualidad nosotros parcelamos
continuamente el tiempo, mientras que los hombres del pasado no tenían prisa
por establecer una conexión permanente con los mensajes del cielo, porque también
tenían un concepto diferente del ser individual (nunca desligado del grupal).
Hoy, que ya no sabemos ni en qué fase
está la luna porque ni siquiera la miramos, hemos perdido esa conexión celeste.
El vuelo de los pájaros (seres en
mitad de la tierra y de las nubes) era para el hombre romano la caligrafía con
que los dioses comunicaban sus mensajes. La ornitomancia (adivinación fundada
en las aves) se conserva aún en la expresión “pájaro de mal agüero”. Agüero procede de augurio y auguración es
sinónimo de ornitomancia.
De esa raíz procede también el verbo inaugurar.
En el Cantar de Mio Cid podemos leer al principio:
a la exida (salida) de Bivar ovieron (tuvieron) la corneja diestra, e entrando a Burgos oviéronla
siniestra
(Versos 11-12)
El lado izquierdo ha representado
desde muy antiguo la parte negativa, funesta de la existencia. De hecho, un
sinónimo de izquierdo es siniestro. Sinistra en italiano significa 'izquierda'.
¿No decimos aún “hoy me he levantado
con el pie izquierdo” en nuestros días malos?
Bloch decía que entre los antiguos se
creía que todo lo que escapa a nuestra voluntad tiene una causa sobrenatural.
La contemplación era una forma de captar la voluntad de los dioses.
Contemplar es, pues, voz antigua
derivada de templo, aunque ha sufrido
modificaciones con el discurrir de los siglos.
En las entradas de blog de estos días
(extraídas de un ensayo que escribí hace cinco años) intentaré, en forma de
diario y sin voluntad de sistematizar con rigor este asunto, meditar sobre la
contemplación, sobre el hecho beneficioso de contemplar, recurriendo a textos
de varios autores que hablen de esta apacible forma de pasar la vida.
Paso
unos días de vacaciones al lado de un hotel de playa que tiene la inveterada
costumbre de despertar a todo vecino en quilómetros a la redonda con una
selección musical a toda pastilla de los “peores” éxitos del último año.
Hoy, al ser despertado con los sones
de “How deep is your love”, me quedé pensando, en la modorra posterior a la
siesta, en cómo se le da en nuestros días muy poca importancia al silencio
(base fundamental de la contemplación), tan poca importancia que hemos
eliminado de nuestro vocabulario cotidiano palabras relacionadas con él.
Repasemos algunas de esas voces olvidadas:
Tácitamente significa “secretamente, con
silencio y sin ruido” (Diccionario de
Autoridades de la Real Academia Española, 1739).
Tácito significa “callado y silencioso”
(ibíd.). El diccionario pone como ejemplo de autoridad un texto de Lope de
Vega, quien en la novela bizantina El
peregrino en su patria habla de “un monesterio (sic) del tácito San Bruno”,
fundador de la orden religiosa de los cartujos, la cual tiene el silencio como
base fundamental de su regla.
También existen taciturnidad (“silencio profundo, y regularmente se usa por genio
melancólico, triste e inconversable; vale también triste, melancólico o
apesadumbrado”, ibidem).
¿Y cómo dejar atrás la hermosa palabra callamiento, definida en 1780 en el Diccionario de la lengua castellana
compuesto por la Real Academia Española, reducido a un tomo para su más fácil
uso como “la acción de callar”?
En el Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de
Covarrubias (de 1611) se dice, en la voz silencio,
que “los gentiles tuvieron un dios del silencio, al cual llamaron Harpócrates,
y le figuraban con el dedo en la boca”.
Juan Humbert, en su libro Mitología griega y romana (Editorial Gustavo Gili, 1985) escribe la
siguiente información sobre este dios:
Harpócrates, que entre
los egipcios se llamaba Horus, era un niño que los griegos habían elevado a la
categoría de dios del silencio. Ordinariamente le representan bajo la figura de
un joven en pie que tiene el dedo puesto sobre los labios, como imponiendo
silencio, y que lleva por vestido una piel de lobo cuajada de ojos y orejas,
con lo que se quiere significar que debemos verlo y oírlo todo, pero hablar
poco.
Los romanos adoptaron
esta divinidad y colocaron su estatua a la entrada de sus templos para indicar
que para comunicarse con los dioses es necesario hacerlo con circunspección, ya
que no es dado al hombre poderlos conocer sino muy imperfectamente.
En el Diccionario
de Autoridades de 1739 encontramos también otra joya verbal:
Silenciario es adjetivo que se aplica a “la
persona que guarda y observa mucho o continuo silencio. […] Vale también el
ministro destinado para cuidar del silencio o la quietud de la casa. Se dice
también del sitio o paraje donde hay quietud o silencio”. Por cierto, en el
mismo repertorio silenciero se toma
como sinónimo de silenciario.
¡Qué maravilla el Nuevo Tesoro Lexicográfico de la
Lengua Española! ¿Acaso no lo conoce Vd., querido lector? Ponga “NTLLE” en su
buscador de Internet del ordenador o de su móvil y podrá acceder a todo un
caudal lexicográfico: el de todos los diccionarios de la RAE e incluso otros
anteriores. Ahí es donde he podido encontrar todos estos términos relacionados
con el callamiento.
Cuando acabé de escribirlos a mano en el papel
descubrí que había caído en un error: la mala fama del silencio viene de
antiguo, pues vemos que los taciturnos son definidos como personas tristes,
melancólicas o apesadumbradas. “De genio inconversable”, así se define la
taciturnidad. Rectifico pues: se le ha
dado poca importancia muchas veces a lo
largo de la historia a los silenciosos, achacándoseles temporales o
perpetuos estados de ánimo tristes o melancólicos que eran causa de su
taciturnidad.
Escribió Pablo Neruda en Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924) el famoso
verso “Me gusta cuando callas porque estás como ausente”.
Sin embargo, la ausencia, la dispersión, la falta de
atención no tienen por qué ser causas del silencio de una persona.
Puede suceder todo lo contrario, que la persona
callada sea la que esté más presente, más atenta al instante, y probablemente
sea así por estar callada.
Si contemplar (o meditar) es hacer un templo en lo
profundo del alma, ese templo tiene que ser, necesariamente, un lugar callado,
silencioso, que deje a un lado las fabulaciones, las obsesiones y los
pensamientos recurrentes del yo para simplemente centrarse en la atención a la
realidad tal cual es, sin juzgarla ni querer cambiarla.
Callemos, pues, para solo atender a la pura realidad
(sin filtros del pensamiento).
Decía Lao Tse (¿siglo VI a. C?)
en el Tao Te Ching:
Los que saben no hablan.
Los que hablan
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