Había quedado con aquella mujer en una esquina muy conocida de la ciudad, justo en la puerta de la iglesia de San Benito de Nursia.
No estaba muy convencido de querer quererla. La había conocido de una manera frívola en una terraza veraniega junto al río. No era guapa ni fea, agradable ni desagradable. Sin embargo, había en ella un encanto que lo atraía poderosamente.
Ella tardaba. Los minutos pasaban y no aparecía. Él empezó a pensar en sus anteriores conquistas de donjuán hispalense, de ninguna de las cuales tenía buenos recuerdos.
El tiempo pasaba y sus oportunidades para formar una familia eran cada vez más dificultosas. Pensaba, en aquella espera, en sentar la cabeza de una vez por todas, quizás con aquella mujer, pero ella seguía sin aparecer. ¡Cuánto tardan siempre las mujeres!
Pasó media hora. Estaba a punto de irse después de una eterna espera cuando se fijó, en la otra ribera de la avenida Montoto, en una anciana que cruzaba hasta donde él estaba.
-¿Me reconoces?, dijo al llegar a su vera. Era ella, aunque sesenta años más vieja. Él tuvo miedo. Parecía todo aquello una pesadilla.
La mujer continuó hablando: “Ven conmigo, tenemos toda una vida para conocernos”.
Y tomó las huesudas y envejecidas manos de él entre las suyas al tiempo que, con amor, lo miraba.
Comentarios