EJEMPLOS DE ESTOICISMO PARA EL AÑO QUE ENTRA
Estimados
lectores, imagino que ustedes (como yo) estarán más que hartos de recibir
noticias apocalípticas relacionadas con el monotema de la Covid.
Es por ello
que, teniendo en cuenta el hartazgo de Vds., me he permitido espigar, de la
reciente edición del libro de Hans von Arnim Stoicorum Veterum Fragmenta (1903-1905),
que es una compilación de hechos y dichos de los primitivos estoicos, dos
episodios famosos. Les añado una nota referida al primero de ellos, extraída de
la reciente edición de Los ensayos de Montaigne a cargo de don Adelardo
Florispernil (editorial El Candil, Madrid 2021).
Como ustedes
saben, el estoicismo es una escuela filosófica, fundada por Zenón de
Citio en Atenas a principios del siglo III a. C., que promueve el autodominio
para alcanzar la felicidad y la sabiduría.
Los
estoicos propugnan que el ser humano no debe dejarse vencer por el deseo de
placer ni por el miedo a la muerte.
El artículo
de Wikipedia dedicado al estoicismo señala que “los estoicos proclamaron que se
puede alcanzar la libertad y la tranquilidad tan solo siendo indiferente a las
comodidades materiales, la fortuna externa y dedicándose a una vida guiada por
los principios de la razón y la virtud (tal es la idea de la imperturbabilidad
o ataraxia)”.
Esa
ataraxia, esa imperturbabilidad es muy difícil de conseguir, especialmente
cuando las circunstancias externas nos ponen en el disparadero, como en estos
tiempos pandémicos.
Sin
embargo, hemos de practicar la virtud, que, según los estoicos, es el único
bien. Brindaré esta noche por la salud y la virtud de ustedes.
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EJEMPLOS DE ESTOICOS
FAMOSOS
EPISODIO PRIMERO
PITODORO
Diógenes
Laercio refiere en su Historia philosophiae (VII, 2) que el sabio
Pitodoro, seguidor de la escuela estoica, se hallaba aquejado de un terrible
mal de gota en el pie izquierdo. A causa de que el estoicismo propugna que
hemos de moderar las pasiones hasta el extremo, Pitodoro rabiaba por dentro por
motivo de aquella comezón que parecía querer hacer arder su extremidad.
Fue a visitarlo para confortarlo otro
filósofo de la misma escuela, el cual se asombró de ver la presencia de ánimo
de aquel hombre con la pierna en alto.
Departieron amistosamente sobre los más
variados asuntos y en ningún momento Pitodoro pareció sufrir en su rostro las
congestiones que provoca el mal de podagra.
El amigo de Pitodoro se despidió de él,
abandonó la casa del correligionario y no llevaría andados unos cien pasos
cuando pudo escuchar claramente un grito de su amigo: “¡Me cago en todo lo que
se menea!”1
Su estoicismo lo había sometido a una
prueba decisiva. Había resistido la incomodidad de la postura y la aburrida
conversación con el amigo, pero Pitodoro no había podido soportar que aquel
dolor, aquella llama en su pie, hubiese ido, según él, deformando su rostro
delante del compañero de tertulia hasta tal punto que quizás le hubiese dolido
más la vergüenza de no poder aparentar estoicamente el dolor antes que la
intensidad del mismo.
Este ejemplo es prueba de dos verdades:
la primera, que no siempre lo que pensamos o sentimos corresponde a la verdad
general, pues Pitodoro bien podía haberse enfundado aquel grito inoportuno,
porque de poder haber sido ejemplo, a ojos de su compañero de escuela
filosófica, de virtud estoica, lo terminó siendo finalmente de hombre atenido a
sus pasiones vulgares que se deja llevar en su ánimo por cualquier ínfima
piedrecita en el zapato.
La segunda verdad de esta historia es
que existe una intensa relación entre las expresiones del rostro y las
emociones que aquellas expresan.
Pitodoro aseguraba que, a pesar del
grito de ira final, en toda la conversación había intentado mantener una
expresión facial indiferente, estoica, que apenas dejase translucir ninguna
emoción. Así lo aseveraría más tarde su amigo, tal y como aparece en el libro
de Licurgo Máximas de filósofos.
Algo sucedió entre la despedida de los
amigos y el grito desaforado de Pitodoro, algo que, como tantas cosas que
suceden en el mundo, quedará desconocido para todos nosotros...
NOTA PRIMERA DEL CAPÍTULO
SEGUNDO DEL LIBRO QUINTO DE LOS ENSAYOS (BY ADELARDO FLORISPERNIL)
1 “¡Me cago en todo lo que se menea!”. Es el grito que Pitodoro profirió a pulmón lleno
tras recibir la visita de Eufrasio de Mileto, según Plutarco (Máximas
mínimas, II, 3, páginas 273–275; traducción de A. Florispernil Álvarez,
Tegucigalpa, 1991).
No obstante, a pesar de la autoridad de
Licurgo, hay que dejar anotado aquí el hecho de que Aristarco de Beocia
refiere, en su hasta hace poco desconocida Historia de la vieja Grecia, con
adición de sentencias graves y filosofales de autores de la escuela de Zenón,
sin premio de versificación (Antuerpia, Plontino, 1588; traducción de
Rigoberto Hernández de la Valdivisa, Cáceres, 1974) que la frase gritada por
Pitodoro en realidad fue “¡Me cago en Zenón y la madre que lo fundó!”, palabras
que supusieron su inmediata expulsión de la escuela estoica una vez conocida en
Arpino su iracundo deseo de ciscarse en el fundador de dicha escuela, a la que
casi toda la ciudad pertenecía.
Según Eutropio de Mileto, el grito no
fue ninguno de los dos anteriormente mencionados, sino el de “¡Me caso en
Beocia contigo, Lolia!”, según el cual sería dudosa la pertenencia de Pitodoro
a la escuela estoica: más bien se habría dejado llevar por una manifestación de
placer amoroso, algo más propio de la escuela de Epicuro, que propugna la
búsqueda del placer de los sentidos como fuerza motora de la existencia.
Fuere cual fuere el grito proferido por
Pitodoro, es una cuestión que sigue intrigando a los estudiosos desde que K.
Schmitt, en su libro Lebengeschichte aus dem prinz Albert Gehensrabitter
(1909), la trajo a colación al hilo de la vieja polémica entre tomistas y
escépticos sobre la inmortalidad del alma de los ranos de las marismas de la
Camarga.
No debemos olvidar ni dejar de retener
que toda esta polémica nos remite a la vieja diatriba ciceroniana acerca de si
es lícito que el comentarista de un texto termine escribiendo una glosa aún más
grande que lo explicado.
En mi humilde opinión, pienso que
Montaigne, conociendo todas las fuentes antedichas, prefirió quedarse con la
versión que más le complacía, desechando así la versión antizenonesca y
la epicúrea.
“¡Todo lo que se menea!” es una
expresión de lo existente. Ciscarse en lo existente es renunciar al mundo
visible para entrar en el mundo incognoscible. Pitodoro, en el fondo, era un
poeta trascendente (poeta malo y ripioso, pero poeta al fin y al cabo).
Disculpe el lector esta extensa nota de
hipercrítica, pero no he hecho más que caer en la trampa del escolio
pedantesco, protagonista, farragoso e incontinente. Pido perdón por ello. Las
siguientes 23548 notas serán un poquillo menos extensas que esta...
EPISODIO SEGUNDO
LOS HIJOS
Cuenta Poggio de Brancaforte en su Historiae
mulieribus exemplaris (Venecia, imprenta de Aldo Manuzio, 1568) la historia
de una mujer, Arria Pomponazzi, que un día, ante los gritos insoportables de
dos de sus hijos, gemelos entre sí, en medio de la calle, maldijo el instante
de placer en que había años atrás gozado de su marido, el breve momento de
desfogue de la pareja que fue el germen de aquellos vástagos gritones a los
que, en aquel momento de aperreo, no reconocía como herederos de su misma
sangre.
La frase por la que Arria pasó a la
historia de las imprentas venecianas de su tiempo no fue otra que la siguiente:
“¡Jartancia de vuestra presencia! ¡Culpable yo por llevaros a parte
alguna!”, con la coda final (recogida en todas las antologías de mujeres
ilustres) “¡La mierda de la leche de vuestro padre!”. [Merda lactem pater
vostris!].
Sirva esta historia de ejemplo de hasta
dónde puede llegar la simiente, esa minúscula gotita en la matriz de la mujer,
a producir verdaderos demonios por causa de una mala educación.
La educación..., esa virtud que tantos
buscan sin descanso sin saber cómo hallarla y tantos denostan por falta de
ella...
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Seamos pues, queridos lectores, seres
virtuosos en este año nuevo y no olvidemos sonreír, que es gratis. Espero hayan
disfrutado con los dos episodios de hoy. Feliz año nuevo 2022.
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