“Uno es bético y diabético, o sea, bético por partida triple”. Esa es una de las típicas frases que les suelto a mis alumnos para buscar el deshielo de los primeros tanteos al comienzo de cada clase.
No se ríen nada más que los béticos.
El resto, la mayoría sevillistas, me mira con ojos ciertamente de pocos amigos.
Es curiosa la rivalidad entre Betis y
Sevilla. Es como la de un matrimonio de ancianos que, a pesar de los berrinches
acumulados durante tantos años, se siguen respetando, aunque sea desde la
distancia.
Soy bético, sí, pero un bético raro,
igual que soy raro también en mis gustos cinéfilos o musicales. Me gusta la
gente rara que hace cosas raras, como la de intentar meter una pelota en el
fondo de una portería.
Desde pequeño me gustó mucho el
fútbol, aunque, debido a mi nula capacidad para manejar el balón con los pies,
quedé relegado al decente papel de portero. Más de una gafa me partieron en el
ejercicio de tan digna labor.
Lo mío, más bien, era el baloncesto.
Sin embargo, me atraía mucho, y lo sigue haciendo, el balompié. Y más ahora,
cuando se pueden ver en televisión tantos partidos, a pesar de que tanta
sobreabundancia de césped a veces termina provocando empacho.
Yo de pequeño era del Athletic de Bilbao,
y lo era porque heredé de mi abuelo Manuel su entusiasmo por el club vasco. Él
me hablaba de futbolistas míticos que formaron la histórica delantera del
Athletic y de la selección española: Iriondo, Venancio, Zarra (el del gol a
Inglaterra en el mundial de 1950), Panizo y Gaínza.
Por supuesto, era también del
Riotinto Balompié, equipo de la cuna del fútbol español, de la tierra que fue
inglesa donde nací, a cuyo campo acudía con mi abuelo cada dos domingos por la
tarde. El sonido de la megafonía que anunciaba por la mañana la disputa del
partido (la gramola la llamábamos) es uno de los sonidos de la banda
sonora de mi infancia.
Mi abuelo había sido jugador del club
riotinteño y del Nerva Club de Fútbol y nos contaba a los nietos sus batallitas
del fútbol de su juventud: en la mili llegó a disputar un partido de fútbol
entre equipos militares en el campo madrileño del Atlético Aviación, pero las
anécdotas que más me divertía era las que él contaba de sus regresos a Riotinto
tras los partidos, a la espera siempre de la buena voluntad de conductores que
quisieran traer a los futbolistas a casa.
Los partidos de categorías inferiores
que vi con él en el campo de fútbol de Minas de Riotinto no eran aptos para
espectadores endebles. Las patadas salvajes de los futbolistas y los gritos
(casi en su mayoría menciones a la madre del árbitro o del linier) formaban un
ambiente enrarecido que acababa muchas veces en monumentales broncas. Aquella masa uniforme de gente inquieta olía a pipas y a tabaco.
Los ingleses tienen un dicho muy
conocido: el fútbol es un deporte para caballeros jugado por villanos y el
rugby es un deporte para villanos jugado por caballeros.
Era aquel, el fútbol provincial, un
deporte de hombres y para hombres. De hecho, estaba mal visto que las mujeres
fueran al campo. La testosterona abundaba en grado sumo en aquellas sesiones
deportivas de la tarde de los domingos.
Mi abuelo, que era una persona muy
cariñosa, se transformaba y le montaba cada pollo a los árbitros que temblaba
el misterio. Cogía su bastón y lo esgrimía como una especie de arma. Algún día
llegué a pensar que se lo iba a arrojar al juez de línea por haber fallado con
la bandera de órsay. El VAR ni existía ni se le esperaba.
Por cierto, falta por hacer una
rigurosa historia de los orígenes del fútbol en España, en la cual el nombre de
Minas de Riotinto debe aparecer con letras de oro.
En fin: aquella era otra época. De la
selección española mejor ni hablemos. Un fracaso tras otro nos fueron curtiendo
a los aficionados en la espera de un triunfo de traca gorda que nunca llegaba.
Al venirme a estudiar a Sevilla
decidí ser también aficionado de otro equipo. La verdad es que, aconsejado
(cariñosa e insistentemente) por unos cuñados muy béticos, no tuve más remedio
que hacerme también del Real Betis Balompié.
No me costó mucho, pues me di cuenta
de que la afición de dicho club es una de las más peculiares de España. Ser
bético es ser sufridor por definición. Es, por eso, una escuela de vida, porque
este equipo es capaz de lo mejor y de lo peor de un partido a otro o incluso de
un minuto a otro.
Por eso el lema del Betis es “Viva el
Betis manque pierda”. Si pierde, no pasa nada. Los béticos no nos obsesionamos
por los resultados: un buen taconazo o una subida por la banda de Joaquín, el
capitán, ya nos conmueve. ¿Para qué más? En el fondo, es solo un gran juego.
Ser bético es casi lo mismo que ser
de Curro Romero. Como aquel currista que un día le gritó a su ídolo en
la Maestranza, en una de esas tardes terribles del maestro, ¡Curro, mañana va
a venir a verte tu p... madre! El mismo sujeto (un trastornao, así
los llaman en el coso sevillano), llevándose las dos manos al pecho y agachando
la cabeza como sollozando, añadió resignado a continuación: ¡Y yo también!
Ser bético, para muchos, supone también ser rival
encarnizado “del otro equipo de la ciudad” (así lo nombra alguno), pero a mí ya
no me llega a tanto la afición, o más bien, en este caso, la inquina.
Pero nada de todo
esto que llevo escrito es lo que yo quería contarles a ustedes, sino un dato
que me encontré por casualidad en Internet hace unos días mientras buscaba una
información sobre el “Eurobetis”.
Di con una página suelta
en Google Books de un libro titulado Morbo: The Story of Spanish Football (Morbo.
La historia del fútbol español), de Phil Ball. Es uno de los muchos
libros publicados en Inglaterra sobre la historia de nuestro balompié. Envidia
me da, por cierto, el interés de los ingleses por el devenir en otros países de
este deporte que ellos inventaron.
Ball explica en su
libro la curiosa temporada 1977-78 del Betis, en la que hizo un digno papel en
su primera aventura en Europa (en la entonces llamada Recopa).
El Eurobetis -así llamado por sus
aficionados cuando al final de la anterior temporada ganó el equipo la Copa del
Rey- eliminó al AC Milán y al Lokomotive Leipzig antes de caer ante el Dinamo
Moscú en los cuartos de final.
El partido de ida con el Dinamo en
Sevilla acabó 0-0 y el de vuelta tuvo que disputarse en Tiflis, la capital de
Georgia, debido a la intensas nevadas que habían caído en la capital de la
Unión Soviética.
El equipo tuvo que esperar sin comer,
tirado en el frío aeropuerto Sheremetyevo-2 de Moscú un avión a Georgia que
tardó una eternidad, con el consiguiente enfado del entrenador, que por entonces
era Rafael Iriondo, antiguo integrante de la segunda delantera histórica del
Athletic de Bilbao.
Los béticos siguen convencidos de que
todo aquello fue una emboscada muy bien preparada, lo que llevó al director
técnico del Betis de entonces a escribir una carta a Leónidas Brézhnev en la
que -dice Ball- “se quejaba de que un equipo con una tradición socialista tan profunda
no debería haber sido tratado de una forma tan mezquina”.
Sigue diciendo el escritor inglés que
el periodista Juan José Castillo acompañó al equipo en su odisea y se quejó de
que, después del partido, en el hotel de Tiflis, las duchas eran de agua fría y
de que no había calefacción.
El equipo perdió en Georgia por 3-0,
algo normal después de viaje tan accidentado (mis amigos sevillistas me dirán
que los béticos somos unos pupas, pero lo cierto es que en este caso hay
motivos para la sospecha).
Como si todo esto no hubiese sido
suficiente, el descenso al pozo de Segunda División al final de la temporada
estuvo envuelto en polémica.
El Betis bajó, dicen las malas
lenguas, debido al “complot de Alicante”: el Sevilla, cómodamente instalado en
mitad de la tabla clasificatoria, supuestamente se dejó ganar a mala idea en la
última jornada por el Hércules de Alicante para que el Betis descendiera ad
inferos. No sería la única vez que suposiciones como esa saldrían a la luz
en la eterna rivalidad de los dos clubes de Sevilla.
Lo cierto es que no he conseguido encontrar más
información sobre esa carta del Betis a Brézhnev. En otras páginas sí se habla
del monumental enfado de Iriondo y de sus gritos en el gélido ambiente del
aeropuerto moscovita, con los que exigía hablar ni más ni menos que con Brézhnev,
es decir, con el secretario general del Comité Central del Partido Comunista de
la Unión Soviética, que presidió el país desde 1964 hasta su muerte en
1982.
Si existe esa misiva, ¿en qué secreta
estantería de qué secreto archivo de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas yacerá, oculta bajo capas y capas de polvo, esperando “la mano de
nieve” que sepa rescatarla del olvido?
Mientras tanto, la vida seguirá, los
pájaros se quedarán cantando, y el Betis continuará soñando con la gloria de
los laureles.
Y yo también.
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