Y
no es la receta para una sola enfermedad: la muerte es la receta para todos los
males...
Montaigne: Los ensayos, II, 3.
En
1770, el abate Joseph Prunis, que estaba recogiendo datos para escribir una historia
de la provincia francesa del Périgord, pidió permiso al conde Charles-Joseph de
Ségur de la Roquette, propietario del castillo de Montaigne, para buscar
información en sus archivos. En un viejo arcón encontró el manuscrito de un Diario
de viaje a Italia por Suiza y Alemania en 1580 y 1581, escrito al principio
por un amanuense desconocido y luego en francés e italiano por Michel Eyquem de
Montaigne (Castillo de Montaigne, 1533-Ibidem, 1592).
Aquel
descubrimiento del Diario de viaje fue un verdadero acontecimiento, pues
entonces solo se conocía un solo libro de este autor: Los ensayos. Por
ello, pronto salió de la imprenta una edición del Diario de viaje,
publicada por el impresor y librero parisino Le Jay y editada por Anne-Gabriel
Meunier de Querlon en 1774.
El
manuscrito desapareció poco después de ser depositado en la Biblioteca Real y
nunca se volvió a saber nada más de él.
El
libro es un recuento del itinerario del viaje a Italia realizado por Montaigne,
que fue acompañado, además de por un número impreciso de criados, por cuatro
jóvenes caballeros, que eran amigos y parientes suyos.
¿Quién
era Montaigne? Quizás el primer escritor moderno, uno de los primeros que se
pregunta, dejando a un lado (sin terminar de abandonar del todo) el peso de la
tradición grecolatina, quién era él. Los ensayos no son otra cosa, ni
más ni menos, que un esbozo, un bosquejo literario en el que intenta responder
a la gran pregunta de la modernidad inaugurada por el Renacimiento: «Que
sais-je?», es decir, ¿qué sé yo?
«Yo
mismo soy la materia de mi libro», afirma en el prefacio al lector de Los
ensayos.
Es
muy curiosa la historia de los primeros años de vida de Montaigne. Su padre,
Pierre Eyquem de Montaigne, alcalde de Burdeos, quiso darle a conciencia una
educación humanista. Primero hizo que conociera la pobreza y para ello lo envió
a vivir con una familia de leñadores de un caserío que le pertenecía. Quería
evitar a toda costa que su hijo se sintiera superior, miembro de una clase
privilegiada.
Al
poco de volver al castillo de Montaigne, aún a una temprana edad, su padre contrató
a un costoso sabio alemán, elegido a propósito porque no sabía francés, para
que hablase con el niño solo en latín, que era la lengua de la cultura
humanista de entonces.
Montaigne
tenía entonces cuatro años y, para evitar que su habla fuese contaminada de
francés, la casa entera se vio obligada a aprender latín. Esto lo cuenta Stefan
Zweig en su biografía inconclusa Montaigne (editorial Acantilado, 2008).
De
esa manera, la lengua materna para nuestro escritor fue el latín, la cual
aprendió sin gramática ni obligaciones de ningún tipo. Luego vendría el
aprendizaje del griego y, por último, del francés.
Otro
dato curioso de su educación es el de que, para evitarle cualquier perturbación
desde por la mañana, era despertado con la música de unos flautistas y
violinistas que rodeaban la cama a la espera de la señal convenida.
De
esa manera germinará pronto en él la resistencia a cualquier autoridad, su
voluntad de mantenerse libre y al margen de cualquier imposición.
En
1568 muere su padre y él hereda el título y una generosa renta. Su fortuna le
permitirá conservar su independencia. Fue consejero del Parlamento de Burdeos hasta
que en 1570 cedió su cargo. Había llegado su momento de lograr la libertad que
llevaba tiempo ansiando.
Fue
entonces cuando tomó una decisión radical: descubrió una habitación (más bien
un trastero) en el segundo piso de una torre del castillo de Montaigne, que
resultó a propósito para lo que estaba buscando, que no era otra cosa que
recluirse del mundo.
Allí
mandó llevar su biblioteca y convirtió el sitio en un lugar de meditación.
Mandó pintar en las vigas del techo sentencias morales en griego y en latín de
sus autores preferidos (Lucrecio, Plutarco, Séneca, Sócrates, Virgilio, etc.)
que aún se conservan: de hecho, la torre es la única parte del chateau
que no fue destruida por un incendio en 1885.
En
un muro del gabinete hizo grabar en latín la siguiente inscripción:
En
el año de Cristo de 1571, a la edad de 38 años, en la vigilia de las calendas
de marzo, el día de su cumpleaños, Michel de Montaigne, hastiado ya hace tiempo
de la esclavitud del Palacio y de las tareas públicas, mientras, todavía
incólume, anhela refugiarse en el seno de las doctas vírgenes, donde, tranquilo
y libre de preocupaciones, atravesará finalmente la ¡ay! pequeña parte del
trayecto que le resta por recorrer, si los hados así se lo conceden, ha
consagrado esta sede y este dulce escondrijo de sus antepasados a su libertad,
tranquilidad y ocio. [Traducción de Jordi Bayod Brau]
No dejó del todo los asuntos palatinos ni
domésticos, pero desde luego se retiró del mundo, en una reclusión en parte
motivada por la gran pena de haber visto morir en 1563 a un gran amigo suyo,
Étienne de La Boétie, autor del famoso Discurso sobre la servidumbre
voluntaria. Una inscripción (ya desaparecida) en la biblioteca de la torre consagraba el lugar a su recuerdo.
Un
año después de haber iniciado su reclusión en la torre (tour de Montaigne o des Essais) empezó a escribir el libro Los
ensayos.
Ese
mismo año tuvo lugar uno de los hechos más execrables en la historia de la
humanidad: el 24 de agosto de 1572 se inició en París la matanza de San
Bartolomé, en la que miles de calvinistas fueron asesinados por la multitud.
Fue el inicio de la cuarta guerra de religión en el país. Es uno de los
episodios representados en la película de cine mudo Intolerancia (1916),
del director norteamericano D. W. Griffith.
Aquel episodio de crueldad sin duda debió conmover a Montaigne, un humanista convencido de que el diálogo era la vía para solucionar los conflictos. De hecho, a pesar de su enclaustramiento, llevó a cabo una intensa carrera diplomática para solucionar el conflicto.
Su
voluntad contraria al fanatismo, pacífica y conciliadora se muestra ante todo
en Los ensayos, cuyos dos primeros libros los publicó en Burdeos en 1580
el impresor Simon Millanges.
Ese
mismo año inicia Montaigne su viaje a Italia. Quizás tanto aislamiento en su
torre había terminado por hacerle ver la conveniencia de un largo
desplazamiento. ¿Y qué mejor destino que Roma, meta de todos los hombres
cultivados de entonces?
Pero
también había otra razón para viajar: dos años antes, en 1578, Montaigne había
empezado a sufrir cólicos nefríticos. La gravelle o mal de piedra era
herencia de su malogrado padre.
Montaigne
no creía en los médicos. Así nos lo hace saber en múltiples pasajes de Los
ensayos. Por ello, su viaje a Italia está condicionado por las frecuentes
paradas que va haciendo en balnearios del camino, como los famosos de
Plombières o los de la Villa de Lucca.
El
Diario es, en parte, un cuaderno con numerosas anotaciones escatológicas:
el sabor y el olor de las aguas que bebe, la forma y el tamaño de las piedras
que van soltando sus riñones, los amagos de cólico, sus deposiciones...
Tantos
detalles de carácter íntimo desagradaron al abate Prunis, el descubridor del Diario,
quien quiso editar una antología de textos extraídos del manuscrito, con idea
de dejar a un lado tantos datos fisiológicos. Sin embargo, el propietario del
castillo (el conde de Ségur) se negó a censurar el texto de Montaigne y se
encargó él mismo de buscar un editor adecuado, que fue el ya mencionado
Querlon.
Hay
expertos en Montaigne que piensan que el Diario de viaje a Italia nunca
quiso ser publicado por el escritor francés.
No
es un simple bosquejo, una mera lista de localidades y hechos: es un texto
escrito (o, más bien, dictado, como hizo Montaigne también con Los ensayos)
con una voluntad de estilo.
Quizás,
lo más probable es que, durante el viaje, Montaigne estuviese pensando ya en
publicar su tercer volumen de Los ensayos, para el cual serían muy
necesarias sus informaciones sobre la cuestión religiosa (que se va a ir
omitiendo conforme va avanzando hacia la católica Italia), sus necesidades corporales
en las casas de baño, las descripciones de las ciudades, las villas, los palacios
en la campiña italiana...
Montaigne
no piensa en su Diario como un texto para la imprenta, sino en uno para
él solo, para su propio uso personal, ligado en parte a la escritura posterior
del tercer libro de Los ensayos.
Partes
deliciosas de este diario de viaje son aquellas en las que Michel de Montaigne
describe palacios italianos como los de Pratolino, Bagnaia, Caprarola y
Castello.
Apenas
aparecen notas psicológicas de los viajeros. No solo no describe sus
pensamientos o sentimientos, sino que tampoco sus sensaciones de frío o calor
son objeto de análisis. Todo en el libro es pura acción y pura conversación. El
ser humano aparece totalmente insertado en el fondo natural.
Por
último, volviendo a Los ensayos, he de decir que hoy es una lectura difícil
para los lectores actuales: a las constantes citas de autores grecolatinos se
añade la dificultad de la compleja sintaxis del escritor francés, así como la
de los asuntos de sus meditaciones, algunos muy alejados de la vida
contemporánea: la ira, la inconstancia de nuestras acciones, la defensa de
Séneca y de Plutarco o los medios que Julio César usaba para hacer la guerra.
Sin
embargo, Los ensayos es un libro que debe ser degustado lentamente, sin
prisas, porque en él está una de las claves del principio de la vida moderna: el
apoyo en las sentencias morales de los autores clásicos por un lado y, por
otro, en la escritura del yo. «¿Qué sé yo?» es la pregunta que se hacen los
escritores desde la genial creación de Montaigne, que es quien pone al yo como
centro del escrito.
Se
ha dicho que Los ensayos, igual que otros con su misma carga moral (la
Biblia, por ejemplo), es un libro que puede abrirse por cualquier parte para
empezar a leer el primer párrafo que se encuentre.
Michel
de Montaigne... Su escepticismo, su búsqueda de la libertad y su lucha contra
el fanatismo anticipan la revolución narrativa del Quijote y los ensayos
ilustrados que alumbraron la Edad Contemporánea. Todos somos, aunque no lo
hayamos leído, Montaigne.
La
huida de cualquier dogmatismo que se establece en Los ensayos es un
ejemplo moral para estos tiempos en que cuesta encontrar el equilibrio entre
posturas enfrentadas, entre tanto partidismo y tanto enfado por fruslerías.
Al
fin y al cabo, mientras escribo estas líneas seguimos actuando con el mismo
salvajismo y la misma intolerancia que en la época de Michel Eyquem de
Montaigne, quien dio su vida a quien se la dio en el año de gracia de 1592,
mientras oía misa en su habitación.
Tuvo
seis hijas con su mujer, Françoise de la Chassaigne, de las cuales solo una,
Leonor, llegó a adulta.
Nació,
escribió y murió en el mismo lugar, de cuyo nombre no me quiero olvidar.
Leámoslo
(sin obligación).
Comentarios