A la memoria de Nuccio Ordine
Se gradúan los muchachos y muchachas con aire de fiesta y sonidos de reguetón.
El aire se vuelve espeso. El calor es como una tinaja de miel en la que los cuerpos se mueven despacio, a medio gas, adormilados por las exigencias del final de curso.
Los vencejos firman sus rúbricas en el fulgor de la tarde de junio.
El sonido de los aparatos de aire acondicionado se impone sobre el resto de sonidos. A lo lejos, se oye una ambulancia.
Profesores y alumnos, agotados por el esfuerzo de todo un curso, velan armas antes de la batalla final.
Los partidos políticos preparan sus listas para unas elecciones en la que pocos tienen grandes esperanzas.
Un nuevo ritmo, más pausado, se va imponiendo.
Los grupos de mensajería arden como rescoldos que aún queman, pero sin las llamas de meses pasados.
Los mensajes de las redes sociales se contemplan por inercia, como por costumbre, pero sin un verdadero entusiasmo.
No sé por qué escribo estas líneas. Quizás si lo supiera no las escribiría. Será por el deseo de dejar testimonio de mi paso por este mundo de locos.
En la radio, una noticia se sucede a otra, en un carrusel infinito, aunque algunas llegan más al fondo del alma que otras.
De pronto, el horror… Iban 750 personas en ese barco.
¡750!
¿Cuáles eran sus nombres? ¿De dónde venían? Ya no importa. El mar se los tragó.
El mar se tragó sus nombres.
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