A Antonio Rivero Taravillo, por su coraje
Avanzamos en mitad de la noche únicamente armados de la horca, que maneja mi hijo igual que un soldado inexperto.
A todos nos han despertado unos extraños ruidos. Es un borboteo constante, un rugido de espanto que sale de lo profundo del negror.
La oscuridad del cortijo a esta hora es espesa, como la de una cueva en la que el tiempo se haya estancado hace milenios.
No podemos encender más velas: la prisa por saber qué está pasando nos hace avanzar precipitadamente por los corredores.
El miedo agita nuestras almas, aún soñolientas y anhelantes de volver al dulce abrazo del sueño.
Las sombras de la palmatoria, que llevo temblorosa entre las manos, corren por las paredes, formando imágenes de fieros monstruos.
Nos vamos acercando al origen de los ruidos. Los niños que van delante se vuelven, buscando el refugio de los abrazos de sus madres.
El borbolleo es en este momento espeluznante.
Al final del último pasillo, hay un recodo a la izquierda. Solo los hombres nos atrevemos a doblarlo…
♣
Los gatos, eran solo los gatos…
Los demás se ríen aliviados y regresan alegres a sus lechos, pero...
He creído ver en los ojos de aquellos felinos, que no parecían los de siempre, unos extraños brillos metálicos.
Volvemos a las sábanas.
Debajo de mi cama, he dejado un cuchillo.
Por si acaso.
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