El pasillo era largo, muy largo. No había nadie en las primeras salas del tanatorio. Al final se apreciaban las siluetas de tres o cuatro personas. Ella avanzó titubeante. No quería pasar por aquel trago. Mientras llegaba en taxi a aquel lugar en los confines de lo civilizado, había reparado en los matices de luz del ocaso, que se filtraba por entre las hojas de los árboles; en las fachadas desconchadas de las casas bajas cercanas al cementerio; en el viento gélido que hacía arrebujarse a los pocos paseantes que marchaban con poco espíritu por las aceras. Tenía que estar allí porque a Francisco, su abuelo paterno, a pesar de todo lo que había sucedido entre su padre y su madre en los últimos tiempos, lo había querido con locura. Dejó a su derecha las primeras salas, oscuras y frías. Al avanzar por el corredor se iban definiendo los rostros de quienes ya la estaban esperando. Pensó entonces en lo inú...