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EL ABRAZO

  


 

   El pasillo era largo, muy largo. No había nadie en las primeras salas del tanatorio. Al final se apreciaban las siluetas de tres o cuatro personas.

   Ella avanzó titubeante. No quería pasar por aquel trago. Mientras llegaba en taxi a aquel lugar en los confines de lo civilizado, había reparado en los matices de luz del ocaso, que se filtraba por entre las hojas de los árboles; en las fachadas desconchadas de las casas bajas cercanas al cementerio; en el viento gélido que hacía arrebujarse a los pocos paseantes que marchaban con poco espíritu por las aceras.

   Tenía que estar allí porque a Francisco, su abuelo paterno, a pesar de todo lo que había sucedido entre su padre y su madre en los últimos tiempos, lo había querido con locura.

   Dejó a su derecha las primeras salas, oscuras y frías. Al avanzar por el corredor se iban definiendo los rostros de quienes ya la estaban esperando.

   Pensó entonces en lo inútiles que le resultaban en ese momento las luchas que sus padres habían tenido entre ellos en los últimos años: las disputas judiciales; los mensajes de indiferencia o desprecio; las peleas que ella recordaba en aquella casa de su niñez, cada vez más difuminada en la niebla del olvido…

   Estaba a escasos metros de un cambio en su destino.

   Un temblor en los labios le indicó que estaba a punto de echar a llorar. Por entonces, ya distinguía perfectamente las caras de sus familiares, después de tantos años en el olvido.    

 

   -Hija…  

 

   Su padre y ella lloraron abrazados. Fue un abrazo entregado, natural, sincero, sin nada que pudiera romperlo. El tiempo se paró. Fuera, todo estaba negro. 

   Su padre olía a pan tierno. 

   Recién hecho. 

 

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