El sexo, ese roce de siglos que nos quema con su desgaste, se ha convertido en el gran espectáculo con el que los medios de comunicación enmelan los estambres de sus imprentas, antenas y pantallas y tras el cual nos arrastramos como enjambre de abejas enardecidas.
El cuento es el siguiente: en un juzgado fue comidilla reciente el caso de una pareja recién divorciada (una más de las que últimamente abundan) que dejó de convivir a resultas de descubrir ella en el ordenador doméstico un acceso directo a una página “para adultos” en Internet. El marido alegó que no había creado dicho acceso directo, afirmando que casualmente y sin querer había navegado por aquellos mares procelosos del deseo. Según él, desde algún islote sensual le habían colocado aquel regalito, aquel pornograma.
Moraleja del cuento con moraleja: la empresa que gestionaba dicha página sicalíptica tuvo que hacer frente a los gastos del divorcio e indemnizar, además, a las dos partes (ambas en tratamiento psicológico), comprobada su falta de escrúpulos en los negocios y su indiferencia ante los numerosos problemas de inestabilidad conyugal.
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