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EL ADÚLTERO (Cuento)









A mi querida esposa, Eva María, a quien tanto quiero, que me ha ayudado a rematar este cuento

   Fue en un momento de desconfianza en su matrimonio con Adela cuando Cristóbal conoció a Carmen.
   Los habían presentado unos amigos comunes en la feria de Sevilla y luego había vuelto a coincidir con ella varias veces en el autobús de vuelta a casa desde el trabajo.
   A partir de entonces, cada vez que volvían a encontrarse en el autobús, salían chispas de los ojos de ambos, y los dos lo sabían.
   Su matrimonio duraba ya veinte años y, si no cansado de las rutinas diarias, al menos Cristóbal se sentía deseoso de cambiar en algo, aunque no sabía en qué.
   Adela, su esposa, era una mujer entregada a él y a sus hijos (Antonio, de seis años, y María, de cuatro) y él la quería mucho. Sin embargo, algo que él calificaba como “la llamada de lo salvaje” lo tenía intranquilo, sobre todo por las noches, cuando daba vueltas una y otra vez en la cama con imágenes de sábanas ardientes.
   Antes de conocer a Carmen, él fantaseaba estúpidamente con encontrar a una fiel amante que satisficiera todas sus fantasías y que estuviese en todo momento dispuesta a complacerlo.
   En el fondo, “la llamada de lo salvaje” era el deseo de multiplicar su simiente amorosa en la tierra, la vieja aspiración de todos los machos que en el mundo han sido, la cual en él era especialmente fervorosa.
   Su vida hubiese seguido igual si no hubiese conocido a Carmen, pero al conocerla a ella poco a poco empezó a ver realizado su deseo.
   Él vivía con su familia en Sevilla, pero a las afueras de un pueblo cercano a la capital tenía una casa de campo, heredada de sus padres, a la que sólo iba con la familia en vacaciones.
   Cristóbal inició, tras muchas noches de ensoñaciones eróticas, su asalto a la fortaleza de Carmen, no demasiado defendida ante sus oxidados métodos de seductor.
   Ella entró pronto y bien al trapo que él le tendió. Se empezaron a amar en aquella casa de pueblo húmeda, fría y desangelada. El trabajo era la excusa con que Cristóbal engañaba a su mujer.
   Él buscaba en toda ocasión pretextos laborales para encontrar momentos para “amar” a Carmen. Ella, sin compromiso alguno con nadie, se entregó al “juego del amor” con él.
   Pasó el tiempo, que es la piedra de toque de todo. Su mujer no parecía sospechar nada. Él, sin embargo, empezó a sentirse mal con aquella situación.
   Carmen, su amante, se dio cuenta de su malestar. Hablaron:
   -¿Es que ya no me quieres?
   -No es eso, es que… No podemos seguir así…
   -¿Vas a dejar a tu mujer?
   “Dejar a mi mujer…” Aquella frase se le instaló a Cristóbal en el cerebro y no lo dejaba dormir.
   ¿Cómo iba a dejar a su mujer, si seguía amándola y aquella relación con Carmen era sólo un desfogue de viejo macho con el único deseo de reverdecer sus laureles?
   Él se dio cuenta de que había entrado en un peligrosísimo juego en el que se mezclaba realidad y fantasía, amor y deseo sexual, necesidad de compartir la vida con alguien y necesidad fútil de descargar energía.
   Empezó a sentirse sucio por dentro. En otra tarde de encuentro Carmen notó su inquietud, su zozobra. Él no pudo reprimir todo lo que sentía. Habló de dejar aquella locura:
   -Eres joven, tienes toda la vida por delante. No te empeñes en estar conmigo. Muchos hombres han de quererte.
   -¡Pero yo te quiero a ti! ¡Sólo a ti!
   Aquel día, por primera vez desde que iban a la casa del pueblo, no hicieron el amor. Algo se había roto entre ellos.
   Pasó el tiempo. Dejaron de verse. En el autobús rehusaban el contacto de la mirada. Un buen día, ella salió por la puerta del autobús y esa fue la última vez que él la vio. Según le dijeron, ella se había ido a trabajar a Inglaterra.
   Él volvió a la rutina diaria con su mujer y sus hijos, creyendo que Adela nunca había sabido nada de todo aquello.
   El episodio de la amante fue quedando muy atrás en el tiempo.
   En su recuerdo quedaron sólo imágenes de gimnásticas posiciones sobre la cama de sus padres en la casa del pueblo, imágenes que alimentaron un tiempo sus sueños pero que se volvieron cada vez más borrosas, recuerdos tristes de una época en que quiso, sin ser consciente de ello, multiplicar su simiente por el mundo a toda costa.
   Con el paso de las estaciones, aquellas imágenes quedaron en su memoria como el fruto de algo sucio, de un intento de felicidad vacío, huero, sustentado en una infidelidad que podía haber provocado gran infelicidad entre los suyos.
   El paso del tiempo le hizo convencerse de que podía haber provocado el estallido de su matrimonio, el sufrimiento de sus hijos y el de su mujer, Adela.
   Cuando había casi olvidado todo aquello, un día su mujer, con lágrimas en los ojos, le confesó que sabía todo lo de su relación con Carmen. “Sevilla no es tan grande como para poder ocultar algo así”, le dijo con tristeza.
   Ella se había enterado por una conocida del pueblo, que le había comentado su extrañeza por las risas y las luces encendidas en días de entre semana en la vieja casa del pueblo. Adela ató cabos sueltos y descubrió la verdad, la sucia verdad.
   Adela decidió separarse de su marido. Él tuvo que irse de la casa, sabedor de que su mujer no iba nunca a dar marcha atrás en esa decisión.
   Con todo, su separación fue amistosa. Tenían dos hijos en común y ello les hizo mantener un contacto fluido y cotidiano.
   Cristóbal se sentía muy apenado por haber provocado la ruptura y haber perdido el contacto diario y afectuoso con su mujer y sus hijos.
   En su nueva casa, un pequeño piso oscuro en una avenida ruidosa de la ciudad, él no hacía más que alimentar su pena, la cual se hizo más grande cuando, al año de la ruptura, supo que Adela había rehecho su vida con un compañero de trabajo de ella.
   Se volvió un misántropo desengañado. Vivía en un desamparo constante del que lo sacaban sólo sus hijos en las ocasiones en que podía estar con ellos.
   Siempre, hasta el final de su vida, se lamentó de haberse dejado llevar por sus impulsos carnales en busca de un bienestar de la carne falso y vacuo.
   Nunca volvió a compartir su vida con nadie. Amores ocasionales de fin de semana no llegaron nunca a llenar su corazón como Adela, aquella mujer a la que se arrepintió siempre de haber engañado.
   Pasaron décadas. Envejecieron los dos, cada uno por su lado. Ella, feliz en su nuevo matrimonio; él, solo y resentido, a la vez que cada vez más debilitado. Finalmente, el paso del tiempo lo precipitó hacia la consunción. Un día, su debilidad no le permitió darse cuenta de un incendio en la cocina de su casa. Supo que había llegado por fin el momento de irse a una residencia.
   Adela desde el primer momento se ofreció a ayudarlo, olvidando viejos resquemores. Se portó con él de una forma magistral.
   Volvió el tiempo, por no hacer en su costumbre mudanza, a pasar y a mudarlo todo con su prisa de siempre. En el lecho de muerte de él, casi como acunándolo, ante el inevitable lamento entre lágrimas de Cristóbal por su infidelidad de años atrás, Adela le susurró unas palabras al oído que lo hicieron al fin descansar en paz:
   -Yo siempre lo sospeché, desde el primer momento. Los hombres no sois tan listos como nosotras. 
   »Está bien, no llores. Los hombres no tenéis la culpa de ser tan tontos. Las tontas son muchas de las mujeres que aguantan todas vuestras meteduras de pata.
   »Afortunadamente, las mujeres somos mejores que vosotros en algunas cosas: en que buscamos dentro de casa lo que vosotros buscáis fuera; en que encontramos en el fulgor del fuego del hogar la realidad más hermosa; en que sólo nos contentamos con palabras de cariño o leves caricias (apenas roces) para encontrar la plenitud con vosotros; en que buscamos el calor de la lumbre para nuestros hijos antes que el fuego de pasiones deslumbradoras y vanas…
   »Cristóbal, dejémonos de sandeces. Te quise, te estimo y siempre te estimaré. Y nada de lo que hayas podido hacer me ha quitado del corazón esa certidumbre que no me abandonará.
   »Vete en paz, y cuida desde el cielo de tu mujer y de tus hijos.
   »Perdóname si me he portado mal alguna vez contigo. Descansa…».
   Horas más tarde, al tiempo que el alma de un viejo adúltero arrepentido subía al cielo, una bandada de vencejos piantes surcaba el violáceo horizonte de una hermosísima atardecida casi de primavera.
   En su subida hacia el cielo, aún pudo contemplar el escaparate de una peluquería, cerrada años atrás, en el que vislumbrábase el rostro de una joven hermosa e insinuante. El encendido fuego de amor aún crepitaba en las cenizas de la apenada alma voladora.

   El silencio de las nubes todo lo envolvía.

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