Quisiste
ser niño para siempre y conservar en la memoria las palabras y los dibujos de
aquellos libros (los primeros de tu vida); apresar el brillo, el olor y el
color de cada instante; preservar la magia del alma de tus mayores…
Quisiste, ¡ay!, que los veranos fueran eternos; que el mar nunca se
llevase enfurecido tu barco de vapor de juguete; que se eternizase tu
aprendizaje de gacetillero entrevistando a porteras de balonmano en las
olimpiadas escolares o a cómicos de la legua en el teatro del pueblo para el
periódico del colegio; quisiste también que la barra de arena de la playa te surtiera
siempre de coquinas; que no se fueran nunca de tu recuerdo feliz las miradas
brillantes de tus primeros amores…
Creciste, tu cuerpo se llenó de carne y de arrugas ocultando el de aquel
crío, y creíste, más tarde, más abajo en el caudal de la vida, que no podrías
ser niño para siempre. Y un velo de tristeza empañó tus evocaciones.
No
obstante, un día, no hace mucho tiempo, iniciaste, gracias a una inspiración
celeste y quizás por tu trato constante con escolares, el relato de tus
descubrimientos infantiles, y se abrió en ti una compuerta gracias a la
escritura de aquellas remembranzas. Supiste entonces que un caudal
de recuerdos se conservaba intacto, fresco y puro en tu alma y, lo mejor, que aquella
fuente, aquel manantial de agua limpia pugnaba por brotar en forma de palabras inextinguibles
que te ataban a la versión más cristalina de ti mismo.
Y es que,
caro amigo de siempre, en tu sonrisa límpida y amable y en tu avanzar firme por
la vida aún permanece, eterno, constante, inamovible, inagotable, aquel niño
bueno, inquieto, curioso, hablador, escritor, rebelde y atónito que dicen que
eras y al que no has llegado a dejar atrás, en realidad, en ningún instante de
tu vida.
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