…Las nubes –dice el poeta [Campoamor]- nos
ofrecen el espectáculo de la vida. La existencia, ¿qué es sino un juego de
nubes? Diríase que las nubes son «ideas que el viento ha condensado»; ellas se
nos representan como un «traslado del insondable porvenir». «Vivir -escribe el
poeta- es ver
pasar.» Sí; vivir es ver pasar: ver pasar
allá en lo alto las nubes. Mejor diríamos: vivir es ver volver. Es ver volver todo un retorno perdurable,
eterno; ver volver todo -angustias, alegrías, esperanzas-, como esas nubes que
son siempre distintas y siempre las mismas, como esas nubes fugaces e
inmutables.
Las nubes son la imagen del tiempo…
Texto de
José Martínez Ruiz, Azorín,
perteneciente al capítulo «Las nubes» de su libro Castilla (1912).
En
tierras llanas como la nuestra, las únicas montañas que gozamos son las que las
nubes crean con sus cambiantes y caprichosas formas.
A los
contempladores nos gusta ver pasar las nubes, observar su apariencia, su
tamaño, sus colores, su peso de agua, su movimiento, su quietud…
A veces
lo mejor de un día es la visión rosa de nubes incendiadas en su vientre durante
el amanecer por los rayos del sol que nace o, al atardecer, los tonos del cielo
que se oscurece reflejados en las blancas y grises montañas nubosas.
A mí me
gusta, en las últimas horas de la tarde, abrir las ventanas de mi casa que dan
al ocaso y atender al misterio, cada día igual y al tiempo distinto, de las nubes volanderas, misterio con que Dios
nos anuncia cada atardecida la belleza del mundo.
Sobre
todo en primavera y en otoño, los cielos son espléndidos lienzos en los que el
Creador pinta, cada atardecer, un cuadro hermoso que induce a la calma, a la
serenidad, al refugio en el alma del cansado guerrero.
En esta
época de prisa frenética y ruidosas voces, contemplar con atención las nubes es
encontrar la calma perdida en las trampas del día, es encontrarse en silencio con uno y
también encontrar a Dios en el simple detalle de un alto montículo blanco de
vapor de agua tocado por el brillo rosáceo del último rayo de sol del día.
Saber
vivir cada jornada es, entre otras cosas, saber contemplar cómo pasan las
nubes. Y es también saber abrir los brazos para recibir los dones del misterio
de lo creado.
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