¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruïdo
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido (...)!
la del que huye el mundanal ruïdo
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido (...)!
Fray Luis de León (1527-1591), religioso agustino, poeta, astrónomo,
humanista y profesor de Teología en la universidad de Salamanca, escribió estos
reveladores versos al inicio de su “Canción de la vida solitaria”, en la cual
aparece el viejo tópico latino, procedente de los Epodos de Horacio, del
“Beatus ille”, elogio de la vida sencilla y verdadera del campo frente a la
vida de la ciudad, falsa, artificial y llena de peligros que alteran la paz del
ánimo.
En estos días extraños, en los que vemos alterado nuestro ánimo por la
insistente cantinela de informaciones terribles que nos llegan por múltiples
fuentes, es de sabios el pararse a pensar, al menos un rato, en la acelerada
vida que hemos llevado antes de la orden de confinarnos en nuestras casas.
Habíamos ido construyendo un mundo tecnificado que, cada vez más, iba
produciéndonos un estrés desmedido y enfermizo, así como un terrible insomnio.
La dependencia absoluta de la tecnología (que siempre iba mucho más
rápida o mucho más lenta que nuestro ritmo de trabajo con ella) nos terminaba
irritando y frustrando.
Ahora se quiere que, de la nada, construyamos un teletrabajo
medianamente digno, pero las estructuras de los sistemas son demasiado
complejas para nuestras pobres almas llenas de temor en este tiempo sin horas
del mundo del coronavirus.
Es difícil, muy difícil, plantear sistemas de teletrabajo que funcionen
efectivamente cuando no se han hecho las inversiones necesarias para poder
soportar el volumen de información que requieren las plataformas y cuando (si
se han hecho) son tan complicadas de utilizar que lo que hacen es producir más
desazón que otra cosa en los trabajadores.
Recluidos en las casas tras tantos días de confinación, los ánimos no
pueden ser los mismos que si estuviésemos yendo cada día a trabajar. Por otra
parte, nuestros espacios íntimos, los de nuestros hogares, que hasta ahora
habían estado al margen de la contaminación del estrépito de fuera, ahora se
pretende que queden convertidos en platós para teleconferencias con medio mundo
para supuestamente seguir trabajando al mismo nivel que si estuviésemos en
activo.
Nos esforzamos, no cabe duda, en la búsqueda del mejor sistema para
poder teletrabajar, pero desde luego el desánimo en cuanto a la bondad de este
sistema es evidente.
Y todo es porque nos damos cuenta de que hemos llevado a cabo sistemas
de trabajo excesivamente complejos que ahora, en una situación en la que
debemos estar tranquilos y en paz con nosotros mismos, nos producen desazón.
Tanto hemos creído en las ventajas de la nueva tecnología que ahora nos
damos cuenta de que no eran tales, de que nos terminaban convirtiendo en
máquinas, en robots que simplemente ejecutaban unos procesos sin apenas reflexionar
sobre ellos, desatentos a los matices del cielo, al roce del viento en nuestros
rostros, a la belleza del mundo, que se nos escapaba a cada momento mientras
nos dejábamos arrullar por el canto de sirenas de pantallas sin alma.
Sigue fray Luis unos versos más adelante en su “Canción de la vida solitaria” con una descripción de un huerto, sin duda el que la orden de los agustinos tenía a poco más de una legua de Salamanca, en la finca de retiro La Flecha:
Del monte en la ladera,
por mi mano plantado, tengo un huerto,
que con la primavera,
de bella flor cubierto,
ya muestra en esperanza el fruto cierto; (...)
por mi mano plantado, tengo un huerto,
que con la primavera,
de bella flor cubierto,
ya muestra en esperanza el fruto cierto; (...)
¿Qué huerto hemos ido cultivando estos años atrás? ¿Qué frutos ciertos
podemos recoger de él?
Hemos elogiado poco la sencillez, la belleza de las pequeñas cosas que,
a pesar de que apenas las contemplemos, nos producen placer.
Tan complicado es el mundo que hemos ido poco a poco construyendo que hemos
olvidado cultivar en nuestro huerto del ánima la sencillez, precioso fruto que
en estos días tanto hemos de cuidar y mantener.
No sé cómo será el mundo después de esta terrible prueba de la epidemia,
de esta horrorosa plaga que tanto nos atosiga, pero sí sé que, cuando se llenen
de vida algún día de nuevo las calles, deberíamos recordar que la vida no puede
ser, ni mucho menos, tan complicada.
Por ello escribo y por ello rezo. ¡Resistiremos!
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