No sabía apenas nadie del pueblo nada de ella. Había llegado una fría tarde de otoño de hacía unos años desde la lejana estación.
Era hermosa, de una belleza misteriosa, casi celestial. Pasaba sus manos por los viejos libros con un amor y una delicadeza maravillosos.
Los hombres tardaron en descubrirla, pues ella apenas se hacía notar. Muchos empezaron a peregrinar hasta la colina de la biblioteca solitaria en busca de su mirada, pero la joven solo parecía tener ojos para aquellos volúmenes antiguos que nadie leía ya. La tildaron de loca, la olvidaron...
Pasaron los lustros. Ella envejeció. Un buen día, mientras leía con delectación un antiguo poema de amor, entró por la puerta un joven que se puso de rodillas y le recitó lentamente, de memoria, como si las palabras brotasen de su alma, los versos de la antigua declaración que ella aún tenía entre los dedos.
-Ven -dijo al terminar-, nos espera en la estación el tren...
El cielo guarda sus brillantes galas para los mejores.
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