Vinieron (vienen) de más allá de las
tierras desérticas, de más allá de las montañas del este, de tierras ignotas,
de islas ocultas; vinieron (vienen de nuevo) hasta nuestros hogares, habiendo
atravesado extensiones de dunas, puentes quebradizos, praderas sin límite
barridas por la lluvia y el viento, ríos y arroyos caudalosos, lagos, mares y estrechas
sendas.
Vinieron (vienen), en
la oscura madrugada de cada seis de enero, con sus sabias palabras para adorar
al niño Dios; para que valoremos cada año el gozo de estar vivos; para que no
nos olvidemos nunca de disfrutar de la noche más mágica y misteriosa de todo el
año.
Vinieron (vienen
ahora, una vez más, un nuevo año) con su carga de regalos para que sepamos como
nunca (como siempre) que somos queridos. Es inmensa la lista de los presentes que
nos traen de su largo viaje: oro de Tharsis, incienso de Catay, mirra de
Arabia, diamantes de Méroe, jaspe de Chipre, rubíes de las Sirtes y la alegría de cada instante.
Podremos ser quizás,
algún día, más sabios que ellos,
averiguar el origen del orbe, la asombrosa cadena de sucesos que nos llevaron
hasta aquí, el misterioso hilo de azares que nos conducirán hacia el ignorado porvenir.
Sin embargo, sé (porque
vienen, porque vinieron y porque he sido también niño como vosotros) que no hay
una noche más hermosa que la de la llegada de los Reyes Magos.
Porque no hay luz más hermosa que la cara de asombro que
irradia un niño en la luz del amanecer del día de la Epifanía y porque en la
noche de Reyes todos los mayores (hasta los que ya siguieron su camino hacia
las estrellas) nos convertimos inevitablemente en niños quise escribir estas
torpes palabras para desearos, queridos lectores, que los sabios de Oriente se
porten espléndidamente con vosotros esta bendita noche.
Sé que habéis sido
buenos o, por lo menos, lo habéis intentado. Esto es, al menos, lo que me han
contado.
No olvidéis nunca (y
menos esta noche) que sois amados.
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