Hace dos noches soñé con un barco que estaba anclado en mitad
del océano.
No había tierra a la vista. Solo la luz lejanísima de un faro
dibujaba, en mitad de la oscuridad, el punto del horizonte.
Arriba, millones de años antes, brillaban las estrellas.
Un escritor era el único marinero del barco. Desde una pequeña
cabina en la que tenía una vieja radio de galena, lanzaba sus versos al aire sin
saber qué persona, iluminada por la belleza, por la profundidad de aquellas
palabras, las escucharía, las recibiría con temblor.
Casi al final de mi sueño, “vi” que el poeta salía de aquella
cabina de radio y se asomaba a la borda del barco, que era un viejo paquebote
de madera. El viento oceánico azotaba la cubierta, aunque no hacía mucho frío.
Había luna llena.
Recuerdo estos detalles perfectamente, aunque fui consciente de
que todo aquello era un sueño.
El poeta, entonces, vio un brillo cercano en el agua. Parecía un reflejo de
la luz del faro, pero él supo que era algo distinto, pues el brillo estaba en
el agua, no al fondo de la línea del horizonte.
Cuando extrajo la botella del agua, bañada por la luz de la luna,
vio que contenía un mensaje y supo que era para él. Al fin una oyente conmovida,
la farera, le había respondido: «La noche pasada soñé con el brillo de las
estrellas».
Al fruto de su amor lo llaman universo.
Sonó el despertador.
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