Recuerdo, por ejemplo, de la época de mis primeros años de juventud, que un día nuestra cocinera, con lágrimas en los ojos, irrumpió en la habitación: le acababan de comunicar que Charlotte Wolter (la actriz más famosa del Burgtheater) había muerto. Lo más grotesco de aquel dolor exagerado era, por supuesto, que nuestra anciana cocinera medio analfabeta no había estado ni una sola vez en el Burgtheater y no había visto a la Wolter ni dentro ni fuera del escenario; pero en Viena, una gran actriz nacional era propiedad colectiva hasta tal punto que incluso los que no se interesaban por el teatro percibían su muerte como una catástrofe.
Stefan Zweig: El mundo de ayer. Memorias de un europeo (editorial Acantilado, 2001).
Siempre le había gustado la música.
Cuando era pequeña, se quedaba escuchando detrás de la puerta, en el rellano de la planta de abajo, las lecciones de canto de un vecino del bloque.
El señor Keller recibía en su pequeño piso a muchachas de clase media de la ciudad, a las que les cobraba unas pocas monedas por lección.
Una vez que, un tiempo después, se terminaban casando, dejaban de ir por allí.
Martha, sin embargo, seguía parando con disimulo delante de aquella gran puerta de madera pintada de azul de Prusia, deseosa de oír los nuevos aires de París que cantaban las discípulas del maestro de canto.
Sentía
una gran vergüenza de que la descubriesen allí parada, como un
cazador furtivo, a la espera de hilos de notas que pudiese luego
recordar camino del trabajo.
Al salir a la calle, las iba tarareando con entusiasmo, y no dejaba de hacerlo durante la faena hasta que terminaba rendida por la noche.
Incluso en sueños le venían aquellas melodías, como si hubiesen volado por el aire desde la gran urbe francesa directamente a su corazón.
Siempre quiso ser cantante, pero nunca tuvo la oportunidad de dedicarse a ello.
El teatro era su otra gran pasión. Imaginaba continuamente escenas dramáticas que ella representaba en su cabeza.
Quiso ser actriz, pero la vida le negó aquella oportunidad. Sus padres tenían poco dinero, por lo que desde los doce años tuvo que ponerse a trabajar en distintas casas.
Un día, mucho tiempo después, mientras trabajaba en casa de sus señores, le llegaron unas notas del piano. Alguien con buena voz cantaba en la casa. Era un aire antiguo, pero lo reconoció al instante.
Se vio entonces de pequeña, sentada en la escalera delante de la puerta del señor Keller, fantaseando una vida de artista que, por su condición, le estaría siempre vedada.
Se lavó las manos y fue sigilosamente hasta la puerta del salón, que estaba entornada. Una vez allí, se quedó muy quieta, contemplando la magia de la música.
La cocinera, que era una gran sentimental, dejó caer unas lágrimas.
Al día siguiente, lloró (esta vez de verdad) una muerte.
La de Charlotte Wolter.
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