La ducha caliente después del partido. Ese era el momento que llevaba esperando toda la semana porque para entonces, pasase lo que pasase, todo habría acabado.
Las broncas del míster en los entrenamientos, las ínfulas de los delanteros, las preguntas capciosas de los reporteros…, todo se habría difuminado como un azucarillo en una taza de café, mientras el agua caliente iría limpiando la suciedad de su cuerpo y diluyendo las preocupaciones previas al partido.
Sería cuando, debajo de la perilla, haría balance de todos los sucesos del encuentro: las infructuosas salidas a por uvas en las que no pudo atajar el balón; las palomitas con las que se había estirado hasta el límite hasta lograr repeler los chutes de los adversarios; los goles encajados, un penalty tirado a su derecha, los gritos airados del público...
A veces, como resultado de toda la tensión acumulada, el agua de la ducha se fundía con algunas lágrimas suyas.
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El gol. El único gol de aquella tarde lo obsesionaba. No podía quitárselo de la cabeza mientras conducía hasta su casa, situada en la parte alta de Sarrià.
Había sido un tiro fortísimo y certero de Samitier, que había entrado como una exhalación por la escuadra izquierda de la portería.
Aquella imagen del esférico penetrando por el ángulo superior izquierdo del arco, justo por debajo de la intersección del travesaño y del poste, se le había quedado grabada en la retina y no podía dejar de pensar en ella.
El gol es la belleza hecha aire.
Le quedaba poco tiempo ya de carrera. Muchos años habían pasado desde que dio sus primeros pasos en el oficio, pero, aun así, seguía pensando siempre en la mejor manera de ejercerlo con dignidad.
Su vida giraba en torno al balompié. No podría tener mejor trabajo.
Había entregado después del partido en la redacción del periódico los carretes con las fotografías que había estado tomando en el campo.
Creía haber conseguido una buena toma del único gol de la tarde. En ella se veía a Zamora, impotente, sin tan siquiera poder hacer el intento de estirarse en busca de la pelota.
Al día siguiente, si la foto era buena, quizás la publicasen en el diario.
Pronto, sin embargo, la olvidarían todos. Tan poco duran las noticias, la hermosura…
En pocas horas comenzaría una nueva semana, con sus desazones habituales: las broncas del director en la redacción, las ínfulas de los compañeros, las preguntas capciosas de los reporteros…
Pero antes lo esperaba una buena ducha con la que intentar atrapar la belleza del aire de aquella tarde ya extinguida.
Los ruidos de los hinchas, para entonces, habrían desaparecido.
Solo quedarían el silencio y una imagen.
Un muro de aire invisible que partiría el tiempo en dos.
Fotograma de la película "Historias de la radio"
(1955), que ilustra el gol de "Pichirri".
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