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Historia de Navidad encontrada

 
   El pasado veintidós de diciembre llegué en tren a la estación de Santa Justa de Sevilla. Aquel día, como cada año, no me había tocado la lotería de Navidad, pero volvía contento del trabajo porque estaba a punto de iniciar mis vacaciones.
   De pronto, antes de salir del vestíbulo lleno de gente, una chica que iba cargada con una enorme mochila salió corriendo de no sé dónde y casi choca conmigo. Me quedé mirando cómo se perdía entre el bullicio y en ese momento vi que se le cayó un cuaderno del bolso.
   Lo recogí del suelo y salí detrás de ella, pero no pude alcanzarla, ya que no me permitieron acceder a la rampa de acceso al tren de altísima velocidad que iba a llevarla a su destino, quizás Madrid o Barcelona.
   Ya en casa, después de almorzar, abrí el cuaderno. No había ningún nombre ni ninguna seña reflejados en él. Sólo estaba escrito un cuento, una historia de Navidad, que es la que reproduzco a continuación.
   No sé si hago mal publicando estas palabras que no son mías sin permiso de quien las ha escrito, alguien desconocido para mí. Sin embargo, creo que por su interés deben ser difundidas:


Y hay que cantar
hasta la amanecida,
hay que cantarle
a ese Supremo Bien...
 
(Villancico navideño de Minas de Riotinto)



   Esta historia sucedió hace pocos años en un pueblo de una sierra cercana. A aquel sitio llegó un joven matrimonio de forasteros necesitado de cama y alimento. Ella estaba embarazada.
   El frío de la montaña los tenía ateridos. Llamaron a la puerta de varios restaurantes, pero todos estaban llenos de gente. Era veintiuno de diciembre y todos los lugares de comida estaban ocupados por comensales vociferantes y borrachos que se divertían en los tradicionales almuerzos de empresa. Todo el pueblo estaba de celebración.
   La joven empezó a sentirse mal. Iba a dar a luz, pero nadie los acogía.
   Por fin, les abrieron la última puerta. El dueño de un bar humilde les cedió el almacén para que se aposentasen en él.
   Acababan de dejar los equipajes en el salón cuando a ella le vinieron los dolores del parto. Minutos después, en aquella habitación apenas iluminada, llena de botellines de cerveza, de cajas de picos y de servilletas, nació un niño.
   En el salón de al lado, el griterío de los parroquianos fue cediendo poco a poco ante los llantos del recién venido, de nombre Manuel.
   Un resplandor mágico, procedente del almacén, llenó de asombro los ojos envueltos en la bruma del alcohol.
   Se hizo el silencio. Todos se acercaron. Envuelto en un mantel de papel, contemplaron el rostro de la divinidad.
   De nuevo había nacido entre nosotros la esperanza de la luz en medio de la niebla.

¡Feliz Navidad!

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