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A Rafa Nadal, por su maravilloso pundonor.
Gracias a mi tío Antonio
Fernández, el hermano de mi madre, he podido conocer el documento
reproducido al principio de estas líneas.
Es
el contrato de aprendizaje de mi abuelo materno, Manuel Fernández
Pérez, para la enseñanza del oficio de tornero en Talleres Mina,
que eran los talleres de reparación de los trenes de la compañía
anglosajona de minas de Río Tinto (la Rio Tinto Company Limited)
en 1926.
Me
llaman la atención varias cuestiones al leer detenidamente el
documento: el formato de la página (posiblemente con una medida en
pulgadas), la mención a la edad de mi abuelo (14¾ años, con ese
símbolo de ¾ quizás producido por una máquina de escribir
inglesa), así como la desmañada firma del padre de mi abuelo (y por
tanto bisabuelo mío), Antonio Fernández Alonso, cargador de
barrenos, la cual es la firma de alguien que no sabía escribir bien.
Incluso aparecen dos firmas de
testigos, cuyos nombres no están registrados, que fueron precisos
para “avalar” la legitimidad de la firma de mi bisabuelo, según
lo que aparece en la nota (2) del pie de página.
En
ésta se dice “Si no supieren firmar las partes contratantes o
alguna de ellas...”, lo cual da idea del alto porcentaje de
analfabetismo en la sociedad española de aquella época.
Otra curiosidad es la gran
duración del contrato de aprendizaje: ni más ni menos que cuatro
años, es decir, hasta que mi abuelo cumpliese los dieciocho años.
En
la cláusula 6ª, en la que se habla del tiempo que el aprendiz
deberá dedicar a su instrucción, se aclara que éste “ya sabe
leer y escribir” y sin duda la firma de mi abuelo es más limpia y
clara que la de mi bisabuelo.
En
una época como la actual en la que muchos contratos de trabajo
tienen la duración de una semana y en la que se ha perdido la
importancia del aprendizaje de un oficio desde temprana edad, merece
la pena conocer documentos como éste que arrojan luz sobre épocas
pretéritas en las que tan importante era saber leer y escribir como
aprender un oficio que era para toda la vida.
En
España actualmente la mitad de los jóvenes en edad de trabajar está
en paro (en Andalucía la cifra es escandalosa: el sesenta por ciento
no tiene trabajo). Se habla de la generación ni-ni (ni
quieren trabajar ni quieren estudiar).
No
quiero detenerme en las muchas causas que nos han llevado a esta
dramática situación. Sólo quería recordar que antes, en 1926 por
ejemplo, con catorce años el sistema no te ofrecía la posibilidad
de ser un ni-ni, teniendo en cuenta también que las familias
eran muy numerosas y que por ello los padres se veían obligados a
poner a trabajar a su prole muy pronto.
Todos los días, cuando vuelvo a
mi casa, paso por varias plazas y contemplo a jóvenes porretas
ociosos y talludos que no han dado un palo al agua en sus tiernas dos
décadas de vida y que malviven con las subvenciones de sus padres o
abuelos.
Cuando paso al lado de ellos,
cansado de mi lucha diaria, y escucho sus sempiternas conversaciones
de fútbol, siempre pienso lo mismo: ¿es que el sistema no puede
ofrecerles nada a estos jóvenes?
A
partir de ahora, cuando pase junto a ellos, me haré una segunda
pregunta: ¿alguna vez tendré el valor de pararme a contarles que mi
abuelo Manuel con catorce años empezó a aprender el oficio de
tornero en unos talleres que pasaron a la historia hace ya una
eternidad?
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