Hace unos días supimos la noticia de que
muchos madrileños, haciendo caso omiso de las recomendaciones (luego
prohibiciones) de salir de sus domicilios, cogieron carretera y manta con
destino a sus residencias de verano en Huelva o en el Levante, con lo cual lo
que hicieron fue extender el Corona -yo ya lo llamo así, como si fuese un conocido
de la familia- por otras zonas de España.
Hemos sabido también que muchas personas han
sido multadas o detenidas por saltarse la cuarentena. Incluso algunas de ellas
han llegado a escupir a los policías que querían impedírselo, con el riesgo
para la salud que esto suponía.
El político y académico Francisco Silvela (1845-1905)
decía que el rigor de las leyes en España estaba “muy atemperado por su
inobservancia”, o sea, que las leyes españolas son muy rigurosas pero no se aplican
con contundencia.
En Sevilla, por ejemplo, el viernes 13 de
marzo, un día antes de que el gobierno aplicase el decreto de alarma y
confinamiento, los bares estaban llenos de gente como si no hubiese a haber
mañana. La gente acudió en masa a las casas de bebidas para tomar la última
cerveza fuera de casa en mucho tiempo, pero ignorante de que, en reuniones multitudinarias
como aquellas, el virus saltaba de boca en boca.
El escritor y diplomático granadino Ángel
Ganivet (1865-1898) publicó en 1897 su ensayo Idearium español, en el
que reflexiona sobre la identidad de este país.
En una parte del libro dedicada a la idea de
justicia de los españoles escribe lo siguiente:
España no ha tenido nunca leyes propias: le
han sido impuestas por dominaciones extrañas, han sido hechos de fuerza. Así,
cuando durante la Reconquista se relajaron los vínculos jurídicos, desapareció la
unidad legislativa y casi pudiera decirse que hasta la ley, puesto que los
fueros, con que se las pretendía sustituir sistemáticamente, llevaban en sí la negación
de la ley. El fuero se funda en el deseo de diversificar la ley para adaptarla
a pequeños núcleos sociales; pero si esta diversidad es excesiva, como lo fue
en muchos casos, se puede llegar a tan exagerado atomismo legislativo, que cada
familia quiera tener una ley para su uso particular. En la Edad Media nuestras regiones
querían reyes propios, no para estar mejor gobernadas, sino para destruir el poder
real; las ciudades querían fueros que las eximieran de la autoridad de esos
reyes ya achicados, y todas las clases sociales querían fueros y privilegios a
montones; entonces estuvo nuestra patria a dos pasos de realizar su ideal jurídico:
que todos los españoles llevasen en el bolsillo una carta foral con un solo artículo,
redactado en estos términos breves, claros y contundentes: «Este español está
autorizado para hacer lo que lo dé la gana».
Ha habido, pues, en este país, una
tendencia secular al desprecio de la autoridad, a la que se denomina con el
título de autoritarismo.
Se ha dado en las aulas de los centros
educativos, donde muchas veces los profesores se ven impotentes ante hordas de
bárbaros que sistemáticamente ponen en cuestión la palabra del profesor y
quieren imponer sus gritos sobre la prudente y sabia voz del docente, curtido
en mil batallas y estudioso como ninguno (“a la fuerza ahorcan”) de la realidad
social del país desde su puesto en la trinchera de la primera línea de batalla.
Se ha dado en los centros de salud, donde pacientes
sin educación ni conocimiento alguno de Medicina han llegado a amenazar -e
incluso a agredir- a médicos de atención primaria que les han prescrito unas
pruebas o una medicación que ellos, desde su atrevida ignorancia, han
considerado ineficaces.
Se ha dado también en el postureo de los
políticos, que han querido pasar de hacer experimentos con gaseosa a pretender
negociaciones sobre asuntos muy delicados de la constitución del estado de
derecho, las cuales, en este estado de alarma, han quedado en agua de borrajas.
Se ha dado también en las familias, donde
los niños han campado a sus anchas queriendo imponer su voz sobre la respetable
experiencia de los ancianos, con el beneplácito de unos padres que han querido
ser colegas de sus hijos y controlar hasta la extenuación todos sus movimientos
sin permitir que se equivocasen y sin ejercer la sana autoridad sobre ellos.
Se ha dado, sobre todo, en una televisión
embrutecedora en la que personajes sin ética visible han enseñado a generaciones
de españoles a argumentar sus ideas a base de gritos que han pisoteado el derecho
a expresarse de los demás.
Hemos confundido una y otra vez libertad con
libertinaje, autoridad con autoritarismo y -como dice el juez Calatayud- “así
nos va”.
En Luces de bohemia (vuelvo una y
otra vez a este esperpento teatral de Valle-Inclán porque creo que refleja muy
bien la tragedia de este país) hay una escena tragicómica muy reveladora: Max
Estrella, el poeta bohemio protagonista de la obra, ha fallecido muerto de frío
y de hambre en una esquina de Madrid y están velando el cadáver en su casa.
De pronto aparece un personaje estrafalario,
Basilio Soulinake, que asegura que quizás no esté muerto. La portera de la casa
lo contradice. Es una escena entre trágica y cómica en la que Valle-Inclán trata
el espinoso asunto de los límites entre la democracia y el necesario ejercicio
de la autoridad por parte de quien conoce un asunto a la perfección. Transcribo
parte del diálogo mencionado:
LA
PORTERA.- ¿Que no está muerto? Ustedes sin salir de este aire no perciben la corrupción
que tiene.
BASILIO
SOULINAKE.- ¿Podría usted decirme, señora portera, si tiene usted hecho
estudios universitarios acerca de medicina? Si usted los tiene, yo me callo y
no hablo más. Pero si usted no los tiene, me permitirá de no darle beligerancia,
cuando yo soy a decir que no está muerto, sino cataléptico.
LA
PORTERA.- ¡Que no está muerto! ¡Muerto y corrupto!
BASILIO
SOULINAKE.- Usted, sin estudios uni-versitarios, no puede tener conmigo
controversia. La democracia no excluye las categorías técnicas, ya usted
lo sabe, señora portera.
LA
PORTERA.- ¡Un rato largo! ¿Con que no está muerto? ¡Habría usted de estar como él!
Madama Collet, ¿tiene usted un espejo? Se lo aplicamos a la boca y verán
ustedes cómo no lo alienta.
BASILIO
SOULINAKE.- ¡Esa es una comprobación anticientífica! (...)
La democracia no excluye las categorías
técnicas... Magnífica frase desoída una y otra vez por quienes han querido
imponer sus gritos en este pueblo trágico de pastores vociferantes que es
España.
En los primeros días de esta crisis
sanitaria los móviles se llenaron de audios de personas desconocidas que, amparadas
en una anonimia consciente y supuestamente en su autoridad sin tacha, mandaban
al mundo sus comprobaciones científicas de cómo había que afrontar la crisis
del coronavirus. Ni siquiera fueron capaces de decir su nombre y su cargo en
tal o cual hospital, creando alarmas innecesarias en aquellos momentos de
tribulación.
Era una muestra más de un rasgo hispánico, de la
autoridad testicular, la que directamente viene dada de las gónadas masculinas: “Yo salgo
de casa porque me sale de los cataplines”.
Don José Ortega y Gasset publicó en 1930 un
ensayo profético, La rebelión de las masas. Se inicia así:
Hay un hecho que, para bien o para mal, es
el más importante en la vida pública europea de la hora presente. Este hecho es
el advenimiento de las masas al pleno poderío social. Como las masas, por
definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar
la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave crisis que a
pueblos, naciones, culturas, cabe padecer. Esta crisis ha sobrevenido más de
una vez en la historia. Su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También
se conoce su nombre. Se llama la rebelión de las masas.
Ojalá toda esta crisis sirva para que, a partir
de ahora, la política se considere una búsqueda de soluciones y no de
problemas; para que las categorías técnicas (la autoridad sabiamente ejercida)
sea admitida por las sociedades democráticas y para que, de una vez por todas,
entendamos que lo que mueve a muchas personas que ejercen la autoridad no es
otra cosa que el bien común.
Por ello escribo y por ello rezo.
RESISTIREMOS.
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