A mi cuñado Rogelio,
penitente de los Estudiantes
Hoy, Martes
Santo, mi barrio debería ser un ir y venir de gentes en torno a los tres pasos
de la cofradía de San Benito. Sin embargo, como es bien sabido, por desgracia este año la epidemia de coronavirus
ha obligado a suspender las procesiones de Semana Santa y a confinarnos a todos
en nuestros hogares.
No por conocida deja de ser una noticia lamentable. Es un día
doloroso para muchos sevillanos, entre los cuales me incluyo, ya que no podré
ver en la plaza de Contratación, como todos los años, a mi cristo de la Buena Muerte,
de la hermandad de los Estudiantes.
En muchos hogares
andaluces, las túnicas, capas y antifaces de los nazarenos, las túnicas de los
penitentes, las tunicelas de los acólitos, las dalmáticas de los diáconos, las ropas de los costaleros, así como los trajes de chaqueta y las
corbatas de los capataces y contraguías deberán esperar un año entero, si Dios
quiere, para salir a las calles a acompañar a los titulares de las distintas hermandades
de penitencia.
Igualmente
podemos decir lo mismo de los trajes de estreno de los espectadores de las
procesiones, que engalanan un conjunto formidable y dorado de belleza
magnificente.
Ayer, pensando
en esta penosa pérdida, me acordé de la anécdota que se cuenta del director de
cine italiano Luchino Visconti, quien en el rodaje de El gatopardo,
según parece, mandó que los armarios de los dormitorios en las escenas de alcoba estuviesen
llenos de ropa de época, aunque esta no fuese a aparecer en ningún momento en
pantalla. Quizás lo hiciese así porque él quería saber que la ropa estaba allí,
en aquellas estancias que, más que platós de rodaje, tenían que ser para él lugares
realmente habitados.
Pensé entonces
en todas las ropas del Martes Santo, que iban a dormir el sueño de los justos
un año más en los cajones de los armarios de Sevilla y que, aunque nadie apenas
las viese durante ese tiempo, estarían en el corazón de sus dueños esperando
la mano de nieve que las volviese a la vida, a la luz de un nuevo Martes
Santo, cuando la pesadilla del confinamiento fuese entonces únicamente un mal
recuerdo.
De ahí mis
pensamientos, que estos días andan un tanto saltarines, me llevaron a la idea
de que, en estos días extraños (en los que no podemos ver el espectacular y
resplandeciente "macrouniverso" de los pasos), cobra de pronto una dimensión inusitada el "microuniverso" de
los objetos pequeños, de las pequeñas realidades de la casa a las que apenas
prestamos atención en circunstancias normales.
Los geles y
champús; las carpetas con viejos apuntes; las cintas de casete que nadie
escucha ya; los botes de limpieza y desinfección, tan necesarios estos días; el
pequeño ratón inalámbrico; los álbumes con fotos del pasado; el cubo de la
basura de color verde Betis bueno; los calendarios de papel, a los que hay que
estar cambiando de lugar igual que el paso del tiempo nos cambia de sitio a
nosotros; las mosquiteras de las ventanas; el regalo de boda de un amigo ya ido
de este mundo; las páginas del periódico de hace unos días, que nos hablaban de
noticias ya extinguidas; los libros y sus historias guardadas; los cojines que
acomodan nuestras pobres espaldas al ángulo de los sofás; las mesas y sillas donde
comemos o trabajamos; el televisor, que nos entretiene en momentos oscuros; las cortinas, que nos protegen de la luz en la hora de la siesta; las
lámparas, que hacen que se oculten las sombras; el estropajo que, a pesar de tener
un nombre tan antipoético, consigue, en compañía del lavavajillas, limpiar los
restos de comida; cada pequeña porción de alimento, cocinado por mano sabia,
que lleva a nuestras bocas las delicias del mundo...
Estos días, sin
quererlo apenas, a la fuerza, contemplamos, en un tiempo eterno de relojes rotos,
destrozados, la hermosura de lo ínfimo, la de todos esos pequeños objetos que,
en condiciones normales, serían parte de un todo informe por el que pasaríamos
apresurados, sin pararnos a contemplar su utilidad y su belleza.
Contemplamos ahora, al fin, todo aquello que, a pesar de su ligereza y levedad,
en realidad nos hace felices sin saberlo.
Que, de entre
todo ese conjunto de pequeñas cosas, surjan, justo dentro de un año, las ropas
que no nos pudimos poner hoy.
Por ello
escribo y rezo. ¡Resistiremos!
Comentarios