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EL DERECHO A LA PALABRA

 


Pido

 la paz y la palabra.

 

BLAS DE OTERO

 

A la memoria de Cinta García Díaz

 

        La escritora inglesa Evelyn Beatrice Hall (1868-1956) publicó en 1906 una​ conocida biografía del filósofo francés del siglo XVIII Voltaire.

En dicho trabajo, Hall redactó una frase, resumen de las creencias del pensador ilustrado, que erróneamente se le atribuye a él: «Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo».

He pensado en dicha frase estos días al ver las imágenes desoladoras de los destrozos provocados por masas enardecidas contrarias a una sentencia judicial que vulnera sus intereses.

Tanto he pensado en esa frase que he llegado al convencimiento de que ella sola resume la esencia de una verdadera actitud democrática.

Hace décadas que sufrimos en este país un desprestigio cada vez más alarmante del derecho a la palabra. La voz de las autoridades, es decir, de quienes se han ganado a pulso su derecho a opinar o a marcar tendencias de opinión (periodistas, profesores, sanitarios, jueces, etcétera) se ve minusvalorada por el griterío de una masa informe, amorfa, asilvestrada, educada por una televisión que encumbra a líderes de audiencia cuyo argumentario se sustenta en los gritos y los malos modos.

Lo que dejan estas algaradas callejeras, aparte del terrible coste económico (pero no importa: se pagará con pólvora del rey) y de la tranquilidad del ciudadano de clase media (“fascista capitalista”), es un rastro de indecencias publicadas en las redes sociales por individuos que presumen de conocer a fondo la realidad que está tras toda esta protesta, de dar su fundamentada opinión sobre la misma y, finalmente, de saber concluir el asunto con la redacción de oportunas soluciones, que pasan por el establecimiento de un sistema político perfecto que solo existe en su cabeza. Y todo ello (agárrense a sus asientos) en solo 280 caracteres.

Si no les es suficiente, se atreven a establecer una hila de mensajes concatenados que ya hubiese querido Cervantes enhebrar.

Lo más triste de todo es la soberbia, la falta de pudor y de conocimiento con que mucha gente habla sobre lo que los demás deberían pensar.

En España se dice que tenemos muy mala cultura democrática, pero yo pienso que no tenemos ninguna.

Ser demócrata es defender tus ideas sin querer imponerlas a nadie.

Ser demócrata es luchar por la justicia, por el derecho universal a una verdadera educación, por la sanidad, por un plato de comida para todos.

Ser demócrata es entender la política como un medio para conseguir la máxima felicidad del pueblo, y no como una forma de conseguir la máxima felicidad de los políticos.

Ser demócrata es luchar por el derecho a una información veraz, independiente y responsable, por una prensa libre que revele las falsedades de los partidos políticos, ya estén en el gobierno o en la oposición, y las de un sistema social, político o económico que va dejando un rastro de seres insatisfechos.

Ser demócrata es luchar con medios nobles para conseguir la justicia, no luchar con fines injustos para conseguir la nobleza.

Ser demócrata es amar las ideas, el diálogo, la disputa ideológica, entendiendo que al final la farola habrá que plantarla en aquella calle, aunque a uno no lo voten los de esa acera.

Ser demócrata es llevar la voz de los marginados a las plazas sin quemarlas, porque la violencia está en contra de la misma esencia de la democracia.

Ser demócrata es defender la palabra, la voz y la palabra, pedir la paz y la palabra.

Ser demócrata, ya lo escribió de alguna forma Voltaire en el siglo XVIII, es, aunque uno esté en desacuerdo con lo que otro dice, defender hasta la muerte el derecho que tiene a decirlo.

Por último, ser demócrata debería ser no tener que dar lecciones de democracia a nadie.

Hasta que no entendamos esto, no seremos realmente demócratas, y para eso aún hay muchos contenedores (y mucha basura dentro) que los bárbaros habrán de quemar.

No importa: habrá menos vacunas de democracia para todos, pero no importa.

 

       

 

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