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LA MIRADA DE LA HORMIGA (SOBRE EL SILENCIO EN LA ERA DIGITAL)

 

 

Fotografía de Chema Madoz.

 

            Somos un instrumento dotado de muchas cuerdas, pero generalmente nos morimos sin que hayan sido pulsadas todas. Así, nunca sabremos qué música era la que guardábamos. Nos faltó el amor, la amistad, el viaje, el libro, la ciudad capaz de hacer vibrar la polifonía en nosotros oculta. Dimos siempre la misma nota.

 

          Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas (1975).

 

 

        “Vive ocultamente” era uno de los preceptos de la escuela filosófica fundada por Epicuro de Samos (341-270 a. C.).

        Hoy en día, en medio de la revolución del mundo digital y sus miles de tentaciones a las que hay que atender en forma de aplicaciones o cachivaches, esa recomendación suena bastante lejana, como de otra época. Y, sin embargo, para muchos ciudadanos, que empezamos a estar ya un poco cansados de este mundo tecnológico y frío de contraseñas y de páginas que llevan a otras páginas que llevan a otras páginas hasta el infinito (como si viviésemos en el cuento de Borges “La biblioteca de Babel”), la necesidad de ocultar nuestra vida cobra más actualidad que nunca.

        Sin embargo, como señala Montaigne al referirse a esa norma epicúrea de ocultar nuestra vida a los demás, “somos (...) dobles en nosotros mismos, y eso hace que lo que creemos, no lo creamos, y que no podamos deshacernos de aquello que condenamos”.

Escribe esto Michel de Montaigne en el capítulo XVI del libro segundo de ­Los ensayos (1580) para afirmar a continuación que el mismísimo Epicuro fue incapaz de atenerse a ese precepto por él establecido, puesto que con las ansias de la muerte escribió en su testamento en forma de carta a Hermarco que, pese al dolor terrible en su vejiga y sus intestinos, sentía un placer por el recuerdo de sus hallazgos y razonamientos.

Escribe Montaigne que ese placer se debía en cierta medida a la reputación que esperaba obtener por sus hallazgos tras la muerte y también señala el ensayista francés que, en dicho testamento, Epicuro requiere que sus herederos le proporcionen a Hermarco los gastos para celebrar su natalicio cada mes de enero y también para que los filósofos amigos suyos pudieran honrar su memoria el día veinte de cada luna.

La memoria, la fama, la gloria se han multiplicado por cien en el nuevo orden digital, debido a que los instrumentos disponibles para pasar a la posteridad son cada vez más refinados y potentes. Andy Warhol dijo una vez que en el futuro todo el mundo será mundialmente famoso durante quince minutos, pero parece que ese cuarto de hora no nos es suficiente (o al menos no lo es para las empresas que nos gobiernan), ya que hay que serlo durante mucho tiempo más. Lo que ocurre, por supuesto, es que ese hecho nos impide ocultar nuestra vida y puede tener consecuencias nefastas. De hecho, ya las está teniendo.

El desconocido artista británico Banksy transformó la frase de Warhol en una instalación de una televisión pintada de rosa en cuya pantalla aparecía el título “En el futuro todo el mundo será anónimo durante quince minutos”. El resto del tiempo, obviamente, seremos famosos a nuestro pesar.

Hace unos dos años me asombró enterarme de que una alumna mía tenía unos tres mil seguidores en una red social de vídeos compartidos. Tres mil personas son muchas personas. Hay bastantes pueblos de este país que no llegan a tener ni la mitad de esa cifra.

En muchas excursiones que hice con alumnos antes de la pandemia, me llamaban la atención las posturas forzadas y afectadas que ponían para posar en fotos que luego eran publicadas en los medios oficiales de los institutos en los que he ido trabajando. No tardé en darme cuenta de que posaban así por costumbre, porque no hacían más que seguir una tendencia: la de exhibirse en las redes sociales con mil poses de moda. No importaba que detrás estuviese la Giralda de Sevilla o el santuario de la Virgen de Consolación de Utrera. Lo importante era la pose, no lo de detrás.

A veces me da por pensar cómo hubiesen vivido hoy Cervantes o Galdós esta revolución. ¿Habrían terminado cayendo en las redes (nunca mejor dicho) de las grandes empresas de mensajería instantánea, en las fauces de los inabordables algoritmos de Facebook, de Twitter, de Instagram? ¿O quizás, como grandes pensadores, escritores y lectores habrían huido de los cantos de las sirenas cibernéticas en busca del sereno cultivo de sus vidas para evitar compartirlas hasta la extenuación?

¿Y Leonardo da Vinci o Galileo? ¿Y Miguel Ángel? ¿Qué habría sido de sus vidas en este siglo XXI? ¿Habrían podido realizar sus maravillosas obras o habrían atomizado sus esfuerzos al enfrascarse en estos miles de puntos de la pantalla del móvil?

Quizás un Shakespeare de hogaño hubiese abandonado la idea de crear una maravillosa e ingente obra teatral para subir las fotos de su vida a Instagram, las extensas opiniones de su mente inquieta a Facebook, sus aforismos a Twitter, sus bailes a TikTok, sus conferencias a Twitch, sus canciones a Youtube, etcétera.

Es indudable que no todo son desventajas en este mundo de tanta modernidad. La vida ha mejorado mucho en los últimos años gracias a la llegada de esta nueva tecnología, pero quizás hemos perdido reposo, calma, paciencia. Si no vemos la tilde azul en el mensaje que hemos mandado por Whatsapp nos ponemos nerviosos. No llegamos a entender que todo tiene su tiempo y que, a pesar de que quieren vendernos su rapidez y eficacia, no todo es tan limpio, tan rápido y tan sencillo en la selva informática.

Quizás lo peor de todos estos nuevos medios no sea la precipitación con que tenemos que utilizarlos, sino la pérdida de la serenidad a la que nos conducen, y con ella la pérdida del necesario y maravilloso silencio interior, así como de nuestra voz personal, con la que hemos de dialogar cada día para -como en un viejo matrimonio- no dejar de llevarnos bien con nosotros mismos.

Umberto Eco publicó en 1964 el anticipador ensayo Apocalípticos e integrados, en el que presentaba argumentos a favor y en contra de la cultura de masas. Hoy es difícil ser un apocalíptico, y se lo dice a ustedes una persona que entra habitualmente en las aplicaciones de móvil anteriormente mencionadas y suele utilizarlas con frecuencia.

En realidad, yo también pasé como muchos de un extremo a otro: de aborrecer las aplicaciones de mensajería instantánea a utilizarlas en demasía.

Al comienzo del confinamiento total del año pasado, me puse como si no fuera a haber un mañana a mandar enlaces a páginas culturales en un grupo de WhatsApp que mantengo. Otras veces he huido de estas redes como de la peste, cuando he sentido que necesitaba silencio.

Efectivamente, somos dobles en nosotros mismos, como escribió Montaigne. Por eso mismo, no deberíamos molestarnos por el hecho de que alguien entre en cualquier grupo o salga de él a voluntad. En realidad, como sucedía antes del advenimiento de todas estas redes interconectadas, uno va a mantener siempre sus amistades, con independencia de que tengamos diariamente o no conocimiento de su vida cotidiana.

Al fin y al cabo, siempre hay redes ocultas, interconexiones analógicas, conversaciones cara a cara, llamadas de teléfono que restablecen al momento el vínculo supuestamente perdido.

Hace unos años conocí a una persona que no tenía móvil. Yo no sé si seguirá en ese camino de silencio, pero entendería perfectamente que hubiese claudicado. Las exigencias laborales de hoy prácticamente impiden esa isla de silencio, ese derecho en verdad inalienable (pero ya irrealizable) a que le dejen a uno tranquilo.

Cuando los creadores de todas estas supuestas mejoras las pusieron en marcha, eran muy conscientes de que, al hacerlo, iban a cambiar de forma evidente nuestra relación con el entorno. Eran conscientes de que las dosis de dopamina que iban a necesitar nuestros cerebros iban a ser las de los niveles de adicción a la droga.

A veces intentamos observar la vida desde arriba, como cuando vemos los afanes de las hormigas en sus hileras de búsqueda de alimento. Creemos que estos nuevos medios nos transmiten una mayor consciencia de qué es la vida porque a través de ellos poseemos más información sobre ella. Es una mirada desde arriba, muy parecida a la que Dios (o lo que creemos que Dios es) tendría sobre lo creado, a la que nosotros tenemos sobre las hileras de hormigas.

Sin embargo, hay que reivindicar la mirada de la hormiga, la mirada humilde, serena y reposada de las cosas. Miremos más la vida como la mira una hormiga, humildemente, serenamente, sin la prisa de las alarmas o las contraseñas, aunque, de vez en cuando, inevitablemente, tengamos que dejar de silenciar los móviles, aunque, en ocasiones y a nuestro pesar, tengamos que entrar en los nuevos foros, que son avances de la inmediata ciudad digital del futuro.


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