Recuerdas con emoción aquellos veranos de tu infancia,
en los que la vida parecía aún abierta, como fruta madura, esperando los
bocados de placer que tenías que darle.
La televisión de entonces, que era solo de dos
canales, alargaba sus programas en verano, emitiendo películas maravillosas que
no has vuelto a ver.
La vida en aquella época era menos complicada, y no
solo porque hubiese únicamente dos canales en la televisión.
Evocas ahora con cariño, en tu madurez, aquella noche
de verano en que madrugaste a las cinco de la mañana para ver un concierto de
Dire Straits en diferido emitido por el canal UHF (¿o era VHF?). No importaba
poner el despertador tan temprano para ver joyas como aquella. Después del
concierto volvías a la cama como si nada hubiese pasado.
El verano era el territorio de la libertad. Tenías
apenas dieciséis o diecisiete años. Te había ido bien en los estudios. Podías
dedicarte a buscar mocitas en las fiestas patronales de tu pueblo, y de hecho
lo hacías, pero aún tu mente adolescente no pensaba en conquistas amorosas, a
pesar de que a tu alrededor crepitaba un ardiente deseo colectivo de búsqueda.
No querías reconocérselo a nadie, pero, en realidad,
cuando más profundamente te encontrabas a ti mismo era en aquellas horas de la
alta madrugada en la que, el resto de tu casa dormida, abrías una ventana
cinematográfica a otros mundos que, aunque tú no lo sabías entonces, eran muy
parecidos al tuyo.
Quizás aquel gusto por el cine te salvó de caer en las
drogas, que hacía estragos en otras casas de la vecindad.
Eran los ochenta. Las series y películas de entonces
eran en su mayoría norteamericanas. Con ellas aprendiste a contemplar el cine.
El silencio de esas horas nocturnas marcó para siempre
tu forma de ver las películas, que nunca ha sido la del comentario permanente
ni la del ruido de las palomitas.
Los programadores de la televisión pública de entonces
(no había televisiones privadas) tenían buen tino: programaban en aquellas
sesiones nocturnas, que tendrían seguramente mucha audiencia, películas de
ambiente veraniego.
Era un placer para ti, acalorado en aquellas
madrugadas de bochorno, ver escenas que se desarrollaban en ríos, estanques o
playas.
A veces, en medio del océano de películas yanquis,
descollaban filmes franceses, italianos, suecos... Eran raros ejemplares que
degustabas con una enorme satisfacción.
En aquellos veranos en que empezabas a salir de la
adolescencia para ir entrando en la vida adulta, quizás viviste las mejores
noches de tu vida.
No eres ya animal nocturno: prefieres ahora la lectura
a las discotecas, el silencio al estrépito, pero, si estás de vacaciones o es
fin de semana, no te importa acostarte tarde viendo una película hermosa (ahora
las catalogan como de “cine independiente”) cuyas imágenes logren subyugarte.
Aquella vida era ciertamente muy diferente. La
televisión tenía ya mucho poder sobre nosotros, a pesar de las escasas horas
que eran programadas.
Se emitían películas a lo largo del curso dentro de
otros programas (por ejemplo, antes de las sesudas tertulias de La clave)
o incluso en horas dedicadas a la escasa programación infantil.
Recuerdas de chico haber visto películas que hoy sería
impensable que un niño de doce años pudiera apreciar: La fuga de Logan, Fahrenheit
451, El increíble hombre menguante..., que eran distopías (como
ahora se dice) de ciencia ficción, las cuales te hacían pensar, fantasear,
imaginar...
Desde luego no era algo raro en aquella época, en la
que hasta en programas infantiles como La bola de cristal aparecían
escritores aconsejándonos a los chavales que leyéramos mucho.
También se emitían ciclos de películas dedicados a
directores o a grandes estrellas de Hollywood, los cuales nos hacían un repaso
de sus filmografías.
Pero, sin lugar a dudas, de toda aquella escuela
televisiva de cinefilia, recuerdas con enorme cariño las películas de aquellos
tórridos veranos, especialmente Verano del 42, la historia del despertar
al mundo de un chaval que veranea en una playa norteamericana mientras en
Europa combaten los soldados del país, entre ellos el marido de una mujer
espectacular, interpretada por Jennifer O’Neill, con la que el muchacho acaba
relacionándose.
Es difícil para ti, que ya peinas canas desde hace
tiempo, recordar plenamente aquellas películas. Igualmente te sucede por
desgracia con los rostros de personas queridas que ya desaparecieron de tu lado
hace tiempo o con las páginas de tantos libros que has leído.
Tu memoria empieza a ser frágil, pero al menos aún te
permite conservar el sello indeleble de la emoción que te produjeron aquellas
escenas, muchas de ellas en blanco y negro.
Inútilmente has querido rescatar algunas de aquellas
películas en el vasto océano de Internet.
En algunos casos lo has conseguido pero,
sorprendentemente, apenas has querido hacer luego el esfuerzo de volverlas a
ver: no quieres que una nueva visión termine de borrar, definitivamente y de
forma apresurada, el primer descubrimiento (y el último, en muchos casos) que
tus ojos hicieron de aquellas escenas.
En otros casos, no has conseguido encontrar las
referencias precisas para localizar la película en cuestión: el nombre del
director, el de la actriz protagonista... Sientes como si aquella película
nunca hubiese existido o, mejor, como si solo hubiese sido dirigida para ti.
Tus búsquedas en Internet (“Mejores películas de
adolescentes de los años 80”, “Best 80´s teenage films”, “Película años ochenta
chico chica enamorados en un lago”) han sido infructuosas.
Hay escenas que recuerdas como destellos de luz en la
umbría de tu cerebro: la de una película nórdica en blanco y negro (¿sueca?,
¿danesa?, ¿de Bergman?) en la que unos chicos jóvenes, de la edad que tenías
entonces, iban explorando las islas de un río con una especie de piragua. No
recuerdas sus diálogos: únicamente sus bellos cuerpos y rostros, blancos como
la leche, en movimiento hacia no se sabía qué destino que has olvidado.
Quizás, si vieses hoy esta película por primera vez no te impresionaría lo más mínimo. Pero tú eras joven, ansioso de aventuras, de vida y de conocimientos de los demás, y eras el único de la casa que, en aquella hora de sueño y silencio, mantenía la conciencia abierta al mundo mágico del cine.
Hace tiempo que te planteaste escribir un libro titulado
El cine que no volveré a ver. Esa película nórdica sería una de las que
tendría que aparecer en él.
Hay otra escena en blanco y negro que aún recuerdas
vivamente, aunque a veces mezclada con imágenes de tus sueños, pero esta la
viste siendo más niño: es de una película mexicana (¿de Buñuel?) en la que
aparece, quizás al inicio del filme, un plano general del tráfico de una
avenida. Luego la cámara, en una secuencia de planos, va pasando de esa amplia
visión del barrio de una ciudad a lo más cercano, al interior de una casa, al
hogar de una familia.
No recuerdas tampoco parlamento ninguno de los actores
ni siquiera sus rostros. Solo ese paso del plano de la calle llena de coches al
mundo de una familia, que probablemente sería la que protagoniza la historia.
Y en ese libro escribirías también tus recuerdos de
otra película, quizás la que más hayas buscado hasta la fecha sin haber
obtenido ningún fruto (porque hay cosas que estamos destinados a contemplar una
sola vez en la vida).
Es una película norteamericana. Su historia es muy
típica y la recuerdas más o menos así: él y ella son amigos y pertenecen a una
pandilla que va a bañarse a un estanque en las vacaciones de verano.
Son las últimas vacaciones veraniegas de aquel grupo
porque, al final de ellas, varios de los chicos irán a la universidad y el
resto se quedará en el pueblo trabajando en fábricas o en el campo. Él se
quedará y ella se irá.
A veces he confundido esta película con El relevo (su
título en inglés es Breaking Away), filme de 1979 que tiene una trama
parecida, aunque el hilo conductor es la historia de un chico rubio, el
protagonista, que es un ciclista apasionado por las carreras de bicicletas, el
cual llega a conocer a sus ídolos: los miembros de la selección italiana de
ciclismo.
No, la película que tanto buscas no es El relevo
y lo sabes. También sabes que solo para ti fue rodada y, lo peor, que forma
parte del cine que nunca volverás a ver.
En realidad, les das muchas vueltas a estos recuerdos
de viejas películas, pero únicamente hay un plano que te interesa: el de la
chica protagonista de la película desconocida que, sentada al borde del
estanque, apoyada su espalda en el tronco de un árbol, bañado su rostro por una
luz de atardecer rosácea y calma, le habla palabras que crees eran de amor a
aquel chico que la escucha enfrente de ella.
Son solo unos segundos, pero sabes con certeza que en
realidad ella te hablaba a ti. No buscas esa película: la buscas a ella, porque
fue la primera vez que te enamoraste de verdad de alguien, aunque fuese solo de
la imagen de una actriz.
Las mocitas de tu pueblo eran guapas, pero aquella
actriz bañada de ocaso te pareció, en ese momento mágico, una diosa.
¿Por qué escribes sobre esas viejas películas o sobre
esa actriz desconocida? Porque en realidad esa actriz (o mejor, el recuerdo de
ella) conserva en un tarro de esencias lo mejor de la primera etapa del camino
de tu vida, y las mejores experiencias, por ser las primeras, son siempre las
mejores.
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