A Nabil Fekir, con
mi admiración
por su gol de anoche
y por su defensa del fútbol de antes
Hace
unos días, después de una agotadora jornada en el instituto y de varias
sesiones de evaluación telemáticas vespertinas, me arrellané derrengado en el
sofá de casa para ver los últimos minutos del partido de la Liga de Campeones
que enfrentó al Chelsea contra el Atlético de Madrid.
La
verdad es que, a pesar del cansancio mental que tenía en ese momento, apenas
pude concentrarme en los últimos lances del juego.
En
un momento determinado, uno de los comentaristas del partido hizo alusión al
indicador estadístico xG (Expected Goals), que asigna
una probabilidad de que una ocasión sea gol en función de distintas variables
como la distancia a la portería, el ángulo con respecto a esta, la parte del
cuerpo del golpeo, los jugadores rivales delante del balón, el origen de la
ocasión, etcétera.
Aquella
referencia me dio que pensar. Asocié inmediatamente aquel indicador de
probabilidades goleadoras con el ruido de las notas de estos días.
Venía
yo -ya lo he dicho- de unas sesiones de evaluación en las que habíamos tenido
que explicar las notas de los alumnos suspensos (cuando no parece suficiente a
veces simplemente decir que un alumno tiene un 3 o un 4).
Mi
cabeza, aturdida por tanta explicación de notas, encontró en aquella referencia
a los goles esperados un hilo conector con la causa de mi aturdimiento, hilo
que me ha llevado a escribir este texto.
El
efecto mariposa, asociado a la teoría del caos, indica la imposibilidad de
predecir las consecuencias futuras de pequeñas variaciones. El meteorólogo
Edward Norton Lorenz lo formuló en 1972 en una conferencia con un revelador
título: ¿El aleteo de una mariposa en Brasil hace aparecer un tornado en
Texas?
Pensé, mientras veía cómo el Atlético caía derrotado en
Inglaterra, en que la extrema especialización de la sociedad actual nos ha
llevado a una perniciosa atomización de la realidad.
Es
terrible el jaleo de estos días en los centros escolares, provocado por niños
pesadísimos que atosigan a los profesores en busca de aprobar como sea
(“aprender” es un verbo que dejó de tener importancia hace tiempo).
A
veces, incluso, manifiestan su disconformidad por las notas recibidas, siempre
inferiores a las de sus expectativas, con desplantes airados, los mismos que
les sueltan a sus progenitores, muchos de los cuales han tirado hace tiempo la
toalla con sus vástagos.
Este
ruido de las notas se añade al ya habitual de las aulas, produciendo una
terrible presión en unos profesores cansados de un sistema evaluador
inabordable, garantista y difícil de entender por todos.
El
ruido era el combustible de la vida consumista y frenética anterior a la
pandemia. Ahora ya no nos debería servir tanto ruido. Hace falta otra realidad,
pero ¿cuál? Ha llegado la hora de decidir.
Hemos
olvidado muy pronto la primera de las lecciones de la pandemia: que la vida
debe ser más sencilla y que el ruido con el que queremos abrigarnos de la
frialdad de la vida no nos sirve en muchas ocasiones. Al contrario: más bien
nos aturde y nos atosiga.
Pero
no tenemos remedio: no nos basta la vida tal cual es, la vida que tenemos o
contemplamos, sino que encima hemos de considerar la expectativa de otras vidas
posibles, la versión xG de lo vivido.
Viendo
las pocas posibilidades que el equipo madrileño tenía de remontar aquella
eliminatoria, llegué a la conclusión de que el ruido sigue siendo la gasolina
que alimenta a esta sociedad aturdida por una crisis a la que no terminamos de
resignarnos del todo.
Quizá
sea porque la nuestra es una sociedad infantilizada y, como todo infante, no
termina de asumir del todo la realidad por su falta de humildad y de aceptación
de los problemas.
El
ruido de las notas es un ejemplo más de cómo este país trata la auctoritas
de los docentes.
Vivimos
ahora en la “nueva normalidad”, que es también una versión de futuros posibles,
producto de una verborrea tecnológica asfixiante.
En
los últimos tiempos, el proceso de evaluación de los alumnos ha venido
sufriendo una vertiginosa atomización, en consonancia con una mejora de la
tecnología de tratamiento de datos (de las hojas de cálculo sobre todo).
Pero,
como todo avance tiene sus desventajas, la de este sistema es que los
profesores rellenamos columnas y columnas de datos (en una labor atosigante que
casi llega a ocupar la mayor parte del tiempo del docente robotizado) para
llegar a las mismas notas que antes poníamos con mucho menos esfuerzo, lo que
significa que ahora dedicamos menos tiempo a preparar clases y a explicar, es
decir, a la verdadera esencia de nuestro trabajo.
Estas
semanas atrás se dio la paradoja de que muchos docentes hemos recibido la primera dosis de la vacuna de AstraZeneca y
hemos tenido que seguir con nuestra tarea evaluadora “de trasero cuadrado”,
pero no se nos ha comunicado en ningún momento que, para evitar trombos,
debíamos estar un tiempo de pie y movernos. Es algo difícil cuando tienes que
corregir más de treinta exámenes de bachillerato.
Mientras
que un albañil llega a su casa para comer y luego da de mano por la tarde,
nosotros no podemos hacerlo de ninguna de las maneras, y ahora menos, porque
trabajamos más que nunca en este mundo barrido por la pandemia.
Trabajamos
más que nunca cuando menos trabajan los alumnos. Y todo este galimatías, como
dice el juez Emilio Calatayud, para poner una simple nota pelada y mondada a
cada alumno. Y así nos va.
Elvira
Lindo se preguntaba en un artículo publicado en El País en 2018 si no
sería revolucionario que algún experto alguna vez se pregunte por la felicidad
de los profesores. Pues bien, puedo afirmar que muchos de nuestros alumnos no
querrían tener en el futuro nuestro trabajo debido a las presiones a las que ven
que estamos sometidos. No, no somos felices los profesores con esta situación
(y con otras más que dejaré para otro día).
Nadie
nos aplaudió ninguna tarde a las ocho durante el confinamiento total. Parece
que no era nuestro trabajo tan importante como parecía, y ahora parece que
tampoco lo es. Será porque tenemos demasiadas vacaciones inmerecidas...
Decía antes
que ha llegado la hora de decidir qué educación (y por tanto qué sociedad)
queremos para el futuro. ¿Una en la que las rúbricas de evaluación ajustadas a
la milésima, el estrés, la ansiedad, el ruido, las expectativas, las metas y el
destino vengan marcadas por la imposición de las empresas al acecho? ¿O mejor
una vida más redonda (y de notas redondeadas también), menos compleja y por tanto
más sencilla, de silencio, de calma, de yoga, de meditación, de deporte, de
vida plena en suma?
Hemos tenido
una oportunidad (de nuevo perdida) de reclamar, de buscar una vida más sencilla
empezando por los cimientos de una sociedad: por la verdadera educación, que
pasa por el respeto a la autoridad del que sabe, por el silencio y por la
veneración de la lectura.
Es
interesante plantearse cómo hubiera reaccionado esta sociedad ante la misma
pandemia hace treinta o cuarenta años: probablemente, como no existía la
posibilidad de pensar en las otras vidas posibles derivadas del aleteo de la
mariposa, hubiéramos ido a lo esencial.
Pero
ahora no. Vivimos ya en la nueva era xG, la de lo posible, la de lo esperable.
La vida esperada o esperable (con ayuda de la tecnología predictiva) se impone
a la vida real y se impone al silencio, que siempre ha sido la mejor muestra
del respeto en una sociedad adulta.
El
ruido nos está derrotando, aunque siempre nos quedará la esperanza, la verde
esperanza de poder retomar la senda de la cordura.
Por ello escribo (sobre todo en vacaciones).
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