A mi hija, Evita
Hay una hermosa película del director chino Zhang Yimou titulada La linterna roja (1991). Está ambientada en China a principios del siglo XX y es la historia de una mujer que se casa con un señor de la guerra, el cual pasa a tener, incluyéndola a ella, cuatro concubinas, cada una en un ala distinta de su gran casa. Cada noche, los criados del señor llevan dos linternas o farolas de color rojo y las dejan a cada lado de la puerta de las estancias de la concubina con la que él quiere acostarse.
Ese hecho produce
envidias y murmuraciones dentro del reducido universo de aquel hogar polígamo,
que es minuciosamente narrado por la cámara de Zhang Yimou.
La protagonista,
Songlian, encarnada magistralmente por la actriz Gong Li, debido a su pobreza,
se ve obligada a casar con aquel hombre. El comienzo de la película es una
conversación con su madre en la que esta le dice que la única solución a la
desesperada situación de la familia es aquel casamiento.
Yimou es un director que me gusta especialmente. Es autor de películas de acción como Hero y también de otras, como esta, que son más contemplativas.
Songlian adquiere pronto
el favor de su marido. Ella es una mujer curiosa, que quiere conocer todos los
aspectos de su nuevo hogar.
Se interesa por unos
castilletes que sobresalen en las cubiertas del edificio, una especie de
palomares. Le cuentan entonces una historia trágica: la de una antigua
concubina que, por no haber podido soportar la deshonra de haber sido infiel a
su marido, un antepasado del dueño de la casa, se colgó de una viga del techo
de uno de los castilletes.
El filme avanza con la
historia de aquellas cuatro mujeres: sus rencillas entre ellas y su deseo de
complacer al marido en todos los aspectos frente a la competencia de las demás.
De pronto, llega el
drama, aunque en este caso está filmado poéticamente, con una preciosa luz
mortecina y con una medida lejanía con respecto al punto donde se desarrolla la
acción.
Songlian se entera de que
otra de las concubinas le ha sido infiel al marido con un médico.
El deshonor, al conocerse
la noticia, llevará aparentemente al suicidio a la adúltera. Pero esta vez los
espectadores, situados a la espalda de Songlian, quien asiste en silencio a la
escena, somos testigos de la verdad que estaba oculta tras aquella antigua
historia de la concubina infiel.
El director conecta
aquella vieja historia de suicidio con lo que observa la protagonista desde su
atalaya. Nos damos cuenta entonces de que en aquellas dos historias nadie cometió
suicidio: unos criados, para preservar el honor de la familia, se llevan
forzadas a la adúltera a un castillete, donde le pasan una horca por el cuello.
La versión oficial será que se habrá dado muerte por sí misma: el honor del
hombre burlado debe ser preservado por encima de las veleidades de la mujer
casquivana.
La escena del asesinato
está rodada con una sensibilidad preciosa.
Es invierno, ha caído
nieve sobre las cubiertas del complejo de edificios. Songlian observa en la
lejanía la escena: la adúltera es llevada a paso apresurado por un grupo de
hombres.
Songlian intenta no
sobresalir demasiado del pretil para no ser descubierta.
Vemos su espalda
inquieta. A lo lejos, a la derecha, el castillete recubierto de tejas
orientales al que conducen a la mujer.
Lo que más me impresiona
de la escena es el silencio, un silencio apenas quebrado por el ruido de las
pisadas del grupo sobre la nieve de los corredores de la cubierta.
Finalmente, la terminan
introduciendo en el palomar. Sigue el silencio, un silencio profundo que
contrasta con la imagen que no vemos pero que sí intuimos: el ahorcamiento
forzado de la mujer por aquel grupo de hombres, que con aquella acción
restauran el honor mancillado de su señor.
Es, quizás, una de las
más hermosas escenas de cine de los últimos tiempos. Sin embargo, no suele
aparecer en antologías escritas o en documentales sobre la historia del cine.
El silencio, las leves
pisadas de aquellos hombres decididos sobre la nieve, la actitud que imaginamos
angustiada y temerosa de la mujer que los observa, el blancor de la nieve y del
amanecer... Todo un cúmulo de sensaciones la convierten en una de mis escenas
favoritas del séptimo arte, aunque solo la he visto entera muy pocas veces.
Quizás lo que a mis ojos
la hace tan magnética es que destila pura sugerencia, ya que es el preámbulo a
un terrible crimen que nunca terminamos de ver.
Sin embargo, a pesar del
oculto asesinato que viene después, el preámbulo es hermosísimo, de una poesía
que subyuga.
Que subyuga el alma.
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