Usted váyase, váyase de mi vida ya. Usted (le gustaba, cuando reñía con su marido, siempre ustedearlo) no ama a nadie, usted ama solo a sus libros. Él cerró la puerta ofendido como otras veces. Últimamente lo hacía con más frecuencia de lo normal, sobre todo las tardes de los viernes. Aquel día de la semana dedicado a la diosa Venus, en vez de ser para ambos un remanso de paz al final de las terribles semanas de trabajo, se había ido convirtiendo casi en un martes, día dedicado a Marte, el dios de la guerra. Aquel día él quería dedicarse a su pasión de la escritura, pero ella lo avasallaba con todas las cosas que tenían que hacer en el fin de semana, en una obsesión enfermiza por exprimir cada segundo de aquellas pocas horas de descanso. Aquella tarde, la tarde del Día del Libro precisamente, la marejada fue en aumento y, como casi siempre, todo empezó por una nonada: ella había querido salir a dar un paseo con él, pero el escritor le había contestado de mala manera que tenía que escribir un cuento que llevaba varios días en su cabeza. De las malas caras pasaron a los reproches, que fueron subiendo de intensidad hasta que terminaron gritándose. Los vecinos ya estaban acostumbrados, por desgracia, al teatrito de cada viernes.
Escriba,
escriba usted. No salga a la calle, a la luz de esta primavera adelantada... o
mejor, a la luz de esta primavera apresurada... ¿Cuál es la mejor opción? Usted
lo tiene que saber, que es el escritor de la casa.
No supo qué hacer después del portazo. En realidad, se había planteado antes de la discusión
con su mujer dar un paseo en solitario y luego había pensado que le gustaría
dedicar un rato a su pasión de escribir. El caso es que ahora, después de la
galerna, tenía que dar sí o sí el paseo, forzado por haber casi sacado la
puerta de su marco con aquel golpazo que hizo retemblar las paredes del bloque
de vecinos y agitó los corazones de estos.
Haga usted el
esfuerzo de toda una semana de trabajo en aquella mísera oficina del
ayuntamiento (“Preferiría no hacerlo”) y vuelva a casa derrengado con ilusión
de escribir una historia que venía rondándole desde el pasado domingo para
tener ahora que aguantar a aquella hotentote que tenía por esposa, una
criaturita que no sabía apreciar su dedicación al viejo y esforzado entretenimiento
de enhebrar palabras. Aunque la verdad es que, después de toda una vida dedicada
a dicho pasatiempo, no sabía aún responder a la pregunta de por qué o para qué
escribía.
Otra historia
más, otro cuento más que contar, quizás su propia vida escondida tras la
apariencia de vidas ajenas, el gusto por fabular sin saber por qué hacerlo. ¿Acaso
los amantes del bordado o los rompecabezas se plantean por qué les gustan tanto
esas aficiones hasta el punto de relacionar la respuesta a esa pregunta con su
compromiso, con su fidelidad hacia esas respetables formas de pasar el tiempo?
Cosa terrible
es escribir sin saber por qué hacerlo, romperse la cabeza en busca de un
sentido que quizás no exista o que -de existir- estaría atado a cada instante
de escritura, a cada golpe de teclado, a cada trazo de tinta, a cada imagen
poética pensada, a cada idea para un ensayo o una escena de teatro. Quizás sea
así -pensó- porque la literatura está hecha de palabras: el mismo material con
que el escritor moldea su obra es el que le sirve también para dudar de ella.
En la calle la
temperatura era perfecta. Casi sin ser consciente de haber tomado esa decisión,
se dirigió hacia un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, un parque cercano
a casa. A lo lejos, en la otra punta, podía ver y escuchar el jaleo de los
niños columpiándose, saltando, chillando, robándose los cubitos de playa,
llorando... Todo aquello le trajo nuevas ideas para su cuento. Las fue
apuntando, según le iban surgiendo, en su pequeña libretita de color verde,
cazándolas al vuelo como si fuesen moscas lentas que surgiesen a intervalos
regulares de su alma.
La historia era
sencilla: un joven se enfada con su pareja y simplemente sale a la calle, se
sienta en un banco de un parque, contempla a unos niños que juegan al fondo de
este, anota las ideas que le van viniendo a la cabeza a la luz de la primavera
adelantada (“Abril es el mes más cruel”) y, finalmente, vuelve a casa para amar
a su mujer y dejarse amar por ella. Se presenta finalmente con un clavel rojo para ella. En el suelo del salón de la casa solitaria,
justo debajo de una estantería cargada de libros, encuentra un ejemplar tirado
de Me voy, adiós, hasta nunca. Nada más, la vida que pasa nada más,
usted.
Vida, ven, no
te enfades conmigo. Perdóname. No quería enfadarte. Mira, acabo de leer un
consejo que Raymond Queneau le dio una vez a Marguerite Duras sobre la
escritura. ¿Lo conoces? Sí, lo conozco. Pues entonces vuelve a leer el cuento
desde el principio. Pero esta vez lee solo la primera palabra de cada párrafo. Lo
esencial es invisible a los ojos.
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