El amor, intenso y fijo, siempre había estado
ahí. (...) Lo había ido dando, de manera extraña, en cada momento de su vida y
quizás lo había dado más cuando no era consciente de estar dándolo.
John Williams: Stoner.
Recordaba
como si fuese ayer el día en el que vio llorar por primera vez a su padre, pero
no conseguía muchas veces responder a la pregunta de cuál había sido su última
cena.
La
mente de Carmen era cada vez más una confusa mezcla de recuerdos y de sensaciones
primarias que apenas era capaz de convertir en palabras, pues los estragos de
la demencia senil iban siendo cada vez más evidentes y acuciantes.
Sus
últimos años de vida estarían vinculados para siempre a los muros de aquella
residencia de ancianos, la misma en la que de joven trabajó como limpiadora.
Las
monjitas que regentaban el asilo la trataban con mucho cariño, pues ella ya era
una institución allí.
La
jornada empezaba siempre muy temprano. A las siete de la mañana los vecinos del
barrio veían encendidas casi todas las luces de las habitaciones de los ancianitos.
Primero
una ducha, luego el desayuno, ratos de paseo y tertulia, un temprano almuerzo, siesta
o televisión en el salón común, cena y a la cama. Así un día tras otro, en una
sempiterna rutina de convento.
Carmen,
sin embargo, no era del todo infeliz allí, a pesar de que las circunstancias no
habían sido muy favorables en los últimos tiempos.
Al
poco de llegar ella a la residencia, se desató la epidemia de coronavirus. El
mal entró en el asilo y se llevó la vida de algunos de sus compañeros.
Y
luego el incendio, el terrible incendio del último invierno, en el que perdió
la vida su amiga Rocío. Casualmente, pocos días antes las dos se habían
cambiado las habitaciones, con lo que ella pudo haber sido la fallecida en el
incendio. Los designios de Dios son siempre inescrutables.
No
era del todo desgraciada, sin embargo. Tenía buenas relaciones allí porque
siempre había sido una chica alegre, sonriente y hermosa, a pesar de que la
edad no perdona a nadie. Pero quien tuvo retuvo, y hasta decían las malas lenguas
que ella bebía los vientos por un compañero llamado Julián.
Lo
que más echaba de menos eran los bailes de su juventud. A veces, después de almorzar,
mientras sesteaba en uno de los sillones del salón arrullada por el soniquete
de los programas de televisión, evocaba en el duermevela sus bailes de juventud
en las romerías del pueblo de sus primos, en las cruces de mayo o en la feria de
Sevilla, y gruesas lágrimas recorrían los profundos surcos de las arrugas de
sus mejillas.
A
veces, por la noche, cuando toda la casa dormía en la quietud de la oscuridad,
se levantaba de la cama y miraba por entre las tablillas de la contraventana de
madera verde en busca de algún movimiento en las luces de las casas de los
vecinos de enfrente.
Una
noche vio a una pareja discutiendo. Sus gritos le llegaban amortiguados, como
si una gran campana de cristal los mantuviese inmovilizados en aquella porfía
sin sentido.
Otra
noche, en otra casa, vio a un hombre reclinado sobre una cunita. Llevaba en la
mano un libro que estaba leyéndole al bebé.
En
otras ocasiones, la mayoría, tenía que volver a su cama porque la expedición de
búsqueda de acción había sido infructuosa.
Sus
sueños se poblaban de diversiones, de bailes y risas de otras épocas. En ellos
aparecían los rostros risueños de sus padres y sus tíos, gente humilde y
trabajadora del barrio torero de San Bernardo, que lo daba todo por los demás
en un espíritu de solidaridad que llegaba hasta los más humildes.
A
pesar de lo bailona que siempre había sido, no fue mujer de muchos novios. En
realidad, su única relación seria fue la que mantuvo con su futuro marido, Antonio.
Él
fue la persona que más la comprendió. Nunca tuvo para ella una palabra fea,
porque él había nacido para amar a todo el mundo. Sin embargo, como todas las
cosas bonitas duran poco, el Señor se lo llevó un Miércoles Santo hacía ya una
eternidad.
No
tuvieron hijos. Ella quiso vivir hasta el final en su casa de San Bernardo, muy
cerquita de su Virgen del Refugio y su Cristo de la Salud, pero empezaron a
hacerse visibles los inicios de una enfermedad degenerativa.
De
pronto olvidaba los nombres de sus vecinas o echaba las patatas enteras sin pelar
al cocido.
Tenía
una sobrina, Adela, que era la hija de su primo Álvaro, que fue quien decidió
ingresarla en la residencia de las hermanitas.
Y
llegó la noche del Sábado Santo de 2021. Estaba inquieta después de cenar porque
hacía bochorno. Había una calma apacible en el ambiente. Las conversaciones en
voz alta de los bares se habían ido mitigando hasta desaparecer por causa del
toque de queda ordenado a causa de la epidemia. Se levantó de la cama sin rumbo
fijo.
Miró
una vez más por entre las ranuras de la contraventana y esta vez sí, por fin,
vio a alguien bailar.
Era
un hombre que rondaría los cincuenta años. Llevaba un pijama gris y las manos
las tenía cubiertas por unos guantes de cocina amarillos y azules. Estaba
fregando los platos de la cena y, al mismo tiempo, en una asombrosa
simultaneidad, bailaba frenéticamente, casi como si estuviese en una discoteca.
No
recordaba haber visto bailar así a nadie desde su juventud. En ese momento,
supo una vez más, en un nuevo ejemplo que se le ofrecía a sus ojos, que la vida
no es otra cosa que amar.
A pesar de los
sufrimientos, del desánimo, de los quebrantos del cuerpo y de la mente, amar
era el imperativo, el destino y el camino. Amar... y bailar.
Tuvo una feliz
idea: quiso bailar con él, escuchar la misma emisora de radio que él estaría
escuchando en ese momento. Buscó apresurada los auriculares y el móvil, que
estaban en un cajón de la mesita de noche. No tardó en encontrar la emisora.
Las horas dejaron de pesar.
Cuando, un
buen rato después, fue a apagar la lámpara de la mesita, en su estampita la
Virgen del Refugio casi sonreía. Su pecho agitado latía de alegría.
Era ya Domingo
de Resurrección.
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