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UNA HERENCIA DE PALABRAS Y RISAS

 





La semana pasada se me murió mi tío Juan Núñez, poseedor de una de las sonrisas más francas y sinceras que jamás he conocido en esta vida.

Al recordar los momentos que viví con él, me acordé del más intenso de todos, que tuvo lugar hace ya bastantes años en un pasillo de la antes llamada UVI (Unidad de Vigilancia Intensiva) del hospital de Riotinto.

Mi padre, mi tío Juan y yo habíamos entrado en el pasillo de visitas para dar ánimos a mi abuelo Manuel, que unos días antes había sufrido un infarto del que, por desgracia, no iba a poder recuperarse.

Quisimos transmitirle a mi abuelo todo el ánimo posible, pero él, ajeno a nuestros mensajes de esperanza, desde su cama empezó a dictar instrucciones sobre cuál debía ser el destino final de todas las herramientas y toda la tornillería que había quedado en su cuartillo de trabajo, organizada en latas de pastas o de galletas.

Mi abuelo iba enumerando de veras la herencia que quería legarles a mi padre y a mi tío, entre las bromas nerviosas de estos. Yo hacía de testigo improvisado de la transmisión verbal de aquel legado de ferretería.

Llegó la conversación a un punto en que mi abuelo quiso ceder sus terrajas (herramientas que sirven para labrar las roscas de las tuberías) a su yerno, mi padre. Mi tío Juan, que era muy vivo y chistoso, respondió: «Vaya, Manolito, yo que pensaba que me ibas a dejar a mí las terrajas y se las das a tu yerno, que no es ni de la familia».

Mi abuelo, quizás pensando también en sus nietos varones, se empeñó en que las terrajas iban para mi padre. Entre bromas y veras se hizo aquel reparto, aquella herencia que me ha vuelto a la memoria estos días atrás de resultas de la muerte de mi tío.

Ahora que ya mi abuelo Manuel y mi tío Juan han pasado a la otra ribera, me emocionó días atrás recordar aquellas palabras, cruzadas de una orilla a otra, de un mundo a otro, aquella mañana de sol esplendente.

 

*

 

Sue Hubbell (1935-2018) fue una bióloga que abandonó su trabajo de bibliotecaria en una universidad norteamericana para, imitando a Henry David Thoreau, instalarse en plena naturaleza en una solitaria granja en los bosques de las montañas Ozarks, en Misuri.

Resultado de esas vivencias fue su libro Un año en los bosques, editado por Errata naturae.

Al principio del libro, Hubbell cuenta una graciosa anécdota: tuvo que presentarse en un taller para que el mecánico le vendiese una pieza para el motor de su vieja y destartalada camioneta.

Sabía ella que el mecánico no se la iba a vender así como así. Antes tenía que pasar por un buen rato de conversación demorada, sin prisas, como son las de las gentes acostumbradas a la contemplación del medio natural, un ir y volver sin rumbo fijo, dejando caer las palabras sin la presión acelerada de una única vía; sin la grosera impetuosidad de lo práctico; sin la presión por volver a una corriente principal, a un flujo de ideas básico, porque en realidad no existía tal cauce, pues todo era un gran delta de miles de afluentes de palabras que simplemente eran un gorjeo sin fin ni principio, como el de los pájaros en las tardes de primavera:

 

Llevo viviendo en los Ozarks doce años, así que no me limité a darle las gracias y marcharme. Sabía que hasta ese momento solo me había dicho «hola».

 

Una vez fuimos a Riotinto a ver a mis padres. Mi hija era pequeña aún. Antes de volver a Sevilla, visitamos a unos antiguos vecinos nuestros del bloque. Mi hija, habitante de la ciudad y por tanto ignorante de la inveterada costumbre en los pueblos de visitar a los vecinos con quien se tiene un grado de afecto fraternal, me preguntó de manera inocente: «Papá, ¿qué hacemos aquí?». «Estamos de visita», le respondí, pero no creo que me entendiese del todo.

A veces pienso que hemos perdido nuestra capacidad de conversar, de hablar de todo sin la urgencia del tiempo.

Carmen Martín Gaite decía que, si pudiésemos conversar sin que nos interrumpieran los demás, no existirían los escritores.

Escribir es el arte de conversar con uno mismo y conversar es el arte de escribir en común, en las tibias tardes de primavera, trazos de risas que el viento se lleva, la más antigua forma de conservar la salud.

Y de eso sabía mucho mi tío Juan Núñez, que se me murió la semana pasada. Los de allí arriba tienen, a partir de ahora, una suerte inmensa.

Espero que tengan terrajas para él.

 

 


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