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CRÍTICA DEL CRÍTICO FEROZ

 


 

A mi amigo José Manuel Camacho, gran conversador

 

     El domingo pasado asistí con mi mujer, en el teatro de la Maestranza de Sevilla, al magnífico concierto de música barroca de la orquesta «Le Concert des Nations», magistralmente dirigida por Jordi Savall.

     En los días posteriores no encontré referencia alguna a dicha maravilla musical en la prensa en papel que compré. En la digital sí aparecía la crítica, pero como estaba dirigida solo a los clientes Premium (y yo no lo soy), no pude leerla entera.

     Finalmente, pude acceder a una crítica digital completa de dicho concierto, titulado Homenaje a la Tierra. Tempestades, tormentas y fiestas marinas en el barroco europeo.

     Al leer la última reseña citada, me llamó la atención que el crítico escribiese en ella que el público estuvo entregado al maestro Savall desde el principio, como si este hecho hubiese supuesto un descrédito en la valoración de lo vivido por los espectadores o un demérito de los intérpretes (relajados ante aplaudidores tan entregados) en aquella rapidísima hora y media de felicidad absoluta.

     Todo esto me dio por pensar (pienso que en ocasiones pienso demasiado) que los críticos musicales a veces abusan de su posición de privilegio desde la altura de sus tribunas periodísticas para minusvalorar cualquier atisbo de emoción por parte del público, la cual consideran impropia de un fino degustador del arte.

     Otras veces -y hablo ya de los críticos feroces en general- se enredan en cuestiones formales vedadas al gran público (estructuras, frases que podían haber sido escritas mejor, tramas inverosímiles...), en un intento exhaustivo de recrear lo ya creado, de deconstruir lo ya construido.

     Hace años conocí el caso de una crítica musical antigua en un periódico británico (no me pregunten cómo he logrado acordarme de ello, pues no sé por qué medio mi mente almacena recuerdos tan inútiles como este). No tengo delante el texto, pero decía algo parecido a esto: “X ayer dio un recital de piano en tal sitio de Londres. ¿Por qué?”. Terrible y despiadada crítica, quizás sea la peor de la que tengo noticia.

    Espero que mis críticos, si alguna vez los tengo, no lleguen al grado de atroz eficacia de aquel colega suyo del tabloide britano.

     No creo de todos modos que responder a un porqué sea la misión del crítico de arte. Al fin y al cabo, quizás ni siquiera el creador o intérprete sepa contestar a esa pregunta porque, si lo hiciera, dejaría de crear, es decir, de ser libre.

     La misión del crítico es la de dar a conocer obras de mérito en todas las disciplinas artísticas, pero sin hacer sangre, sin querer reescribir lo ya escrito.

     Se dice -pero es un tópico como otro cualquiera, es decir, con su pequeña parte de verdad- que el crítico feroz es un eterno aprendiz de creador, de ahí su ensañamiento, su falta de empatía, su rencor hacia quienes crean de la nada las obras de arte.

En estos nuevos tiempos se añade a la feroz aunque necesaria labor del crítico profesional, la de miles de supuestos entendidos que, desde las tribunas de los perfiles de sus redes sociales, desde la comodidad de su sofá, disparan con mala idea a diestra y siniestra.

 

 


 

Deléitense con este vídeo: es una interpretación de la “Canción a la luna”, de la ópera Rusalka del compositor checo Antonin Dvořák, a cargo de la soprano eslovaca Lucia Popp.

No miren el contador de los “No me gusta”. Al fin y al cabo, ¿qué son doscientos feroces críticos sin conciencia (que seguramente no han admirado esta versión y se han quedado solo en aspectos sin importancia como el vestido y el peinado antiguos de la cantante o su soledad en el escenario) frente a nueve mil que le dieron al botoncito contrario? Al fin y al cabo, ya puestos a contar, ¿qué decimos de la cifra de más de un millón de visualizaciones del vídeo de Poppova?

Desconozco muchos de los aspectos de la técnica vocal (coloratura, extensión, tesitura...), pero mi oído me dice que es una de las más bellas versiones de un aria de ópera que jamás he escuchado.

Eso me lo dice simplemente mi oído, y ningún contador de gustos y disgustos podrá hacerme cambiar de idea.

Lucia Poppova, de todas maneras (y aquí soy muy crítico conmigo mismo), no estaba sola en el escenario. Lo llenaba por entero su sola presencia y su maravillosa voz. 

¿Por qué? Porque era libre.

 

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