Imagen: Abdullah Aydemir.
El
profesor corría apresurado a su encuentro con el viernes. Atareado toda la
semana con análisis morfosintácticos que intentaba vagamente explicar a los
cerebros embotados de sus alumnos de la universidad, cuando llegaba el fin de
semana todo era correr para poderse dedicar a su verdadera pasión, que era la
escritura. Escribir era para él una limpieza semanal de su mente que lo
ordenaba y le daba estabilidad, que lo conectaba con la más pura y cristalina
versión de sí mismo, con el silencioso y apacible fluir de la vida.
Semanas
atrás un mendigo (con gafas rotas pegadas torpemente con cinta aislante negra,
olor repugnante, rostro enrojecido y aspecto sucio) se había ido a instalar con
un lío de mantas en la antepenúltima acera en sombra que él solía transitar
para llegar a su casa en el itinerario de derrota de cada jornada y, casi sin darse
cuenta, los últimos días había decidido cambiar su itinerario habitual de
vuelta para esquivarlo.
Podría
quizás haberse parado algún día simplemente a hablar con él, pero un temor a
iniciar un saludo diario lo había disuadido de hacerlo; podría (quizás) haberle
dado algún dinero, pero pensó que con ello lo que haría sería probablemente
engrosar una mafia que traficaba con aquel pedigüeño o favorecer su
alcoholismo; podría -quizás- haber avisado a los servicios sanitarios
municipales del estado lamentable en que se encontraba aquella persona, casi
siempre adormilada y tirada como un perro en un recodo de la calle..., pero no
hizo nada de eso: simplemente cambió de camino para volver a casa con la excusa
de evitar la luz deslumbrante de la primavera y el calor de aquella acera. Nada
más.
“Podría
haberlo ayudado, pero no lo hizo” -buena frase para analizar
morfosintácticamente, pensó. Podría (eso sí) analizar esa oración en clase o
trasplantarla al cuento que ansiaba escribir en la
tranquilidad de su despacho. Probablemente también habría podido hablar en
clase de la etimología de la palabra que definía perfectamente su odio a los
pobres, el origen de su terrible aporofobia. Todo eran, sin embargo, juegos
para engañarse a sí mismo y para evitar mostrar su lado más humano a aquel
pobre hombre (o a aquel hombre pobre).
Aquel
día, aquel viernes, sin embargo, olvidó su reciente costumbre de cambiar de
calle. Iba especialmente cansado de la semana, deseando llegar a casa,
descansar un rato y enfrascarse en la escritura del cuento que había ido
alimentando los días anteriores. Quería escribir esta vez la historia de aquel
pobre, su pobre.
Llovía
mucho. Iba cargado con el paraguas grande, su mochila de trabajo, las dos
barras diarias de pan para la familia y una bolsa con exámenes. Su cerebro
apenas era consciente de su transitar por la calle. El hambre iba en aumento a
medida que se acercaba al seguro puerto de su hogar.
Al
llegar a la altura del mendigo, que intentaba guarecerse del diluvio bajo sus
harapientas mantas, el profesor, que miró morbosamente a aquel desgraciado en
busca de motivos para el cuento, se cayó entonces en el alcorque de un naranjo
porque resbaló en un charco.
Se
hizo daño. Empezó a sangrar por una muñeca y una rodilla y el pobre acudió
presto a ayudarlo. El profesor quiso incorporarse, pero no podía andar sin sufrir
un intenso dolor en la rodilla herida.
Sangrando,
lacerado, dolorido, mojado por la lluvia, de pronto su aspecto se pareció al
del mendigo que tenía delante. Su chaqueta de trabajo estaba destrozada.
El
tiempo se detuvo cuando se paró a mirar detenidamente y cara a cara a aquel
pobre hombre. Lo que más le sorprendió fue descubrir que, en aquel rostro que
esperaba amorfo y arisco, vagamente podían entreverse vislumbres de alegría.
Días
atrás había tenido el mal pensamiento de que, a través de aquellas gafas rotas,
le llegaría si se acercaba a ellas, aumentado como por una lente, un mundo
turbio, sucio, oscuro, el de alguien con una vida muy diferente a la suya,
muy distinta de la afortunada concatenación de pasajes que habían conformado su
propia existencia.
Sin
embargo, por causa de aquella caída, vio en aquel rostro el de alguien con mala
suerte en la vida, pero también el de alguien que podría haber sido él mismo si
la fortuna no le hubiese venido tan favorable.
Pensó
en los momentos felices que aquel hombre podría añorar: los abrazos de una
persona amada, la contemplación de la belleza de un bosque, de una flor, de un
amanecer... No muy distintos de todos los instantes felices que él guardaba
como un tesoro en los paños de la memoria.
A través de
aquellas gafas rotas y mojadas se sintió observado, leído. Toda aquella
historia que veía a través de los ojos del mendigo era la que, sin prisa, querría
inventar en su casa horas después (si podía salir pronto del hospital), pero
esta vez sintió por encima de todo, a través de la lupa de aquellas lentes, que
aquel desvalido leía sin interrupción alguna los pensamientos que el profesor
había tenido respecto a él, leía aquellos “podría” que se le pudrían en la
mente al escritor. Y, sin embargo, a pesar de que aquel hombre oscuro parecía
conocer sus más recónditos pensamientos, sus gafas rotas eran lentes que ampliaban
en sus ojos un mensaje de alegría.
Tuvo el
convencimiento, mientras amorosamente aquel hombre lo tapaba con sus mantas y curaba
sus heridas, sus laceraciones y su pobre corazón apresurado, de que la pasión
del escritor es a veces triste cuando utiliza las vidas de los demás
simplemente como tramas de un tapiz de inciertos trazos.
No pudo evitar
pensar que, si quería seguir siendo un escritor alegre, debía evitar usar
vilmente, sin compasión alguna, los reflejos de otras vidas entrevistos en los
ojos de los demás.
Debía evitar también
su habitual prisa por huir de la prosa de las clases, de la aspereza de los
análisis morfosintácticos de frases vacías y desechar la idea de que solo sería
feliz en la lentitud poética de la escritura. Debía evitar la prisa en la
escritura y en la vida y, simplemente, escribir y vivir.
La prisa
impedía que pudiera contemplar al otro, como sí lo hacía aquel mendigo, que, en
su infinita pobreza, en su gran humildad, era en realidad, sin saberlo, el
creador del universo, que, desde aquel
rincón del mundo, observaba los rápidos afanes de sus criaturas desde su
primigenia forma: la del humilde rayo de partículas que engendró la vida
millones de años atrás.
Supo entonces
también el escritor que aquel pordiosero le preguntaba sin palabras quién era
entonces el pobre de espíritu, para quién estaba reservado el Reino de los
cielos.
La lluvia arreció.
La ambulancia, con sus luces azules, vino a recogerlo.
La bolsa de
exámenes se fundía con el agua del cielo e iba dejando un rastro de tinta roja
que se mezclaba con su sangre en dirección a las alcantarillas.
Por fin tenía
una buena historia que contar:
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