Cuando
yo era un zagal, había en Riotinto un muchacho, de cuyo nombre no me acuerdo (o
sí me acuerdo, pero lo escondo por una de esas trampas de los narradores en las
que solo caen ellos), que jugaba al baloncesto de una manera mágica.
Eran
los tiempos en que la liga de baloncesto norteamericana, la NBA, empezaba a
brillar en España gracias a las emisiones televisivas. Los chavales veíamos
programas especiales en que nos maravillaban las antologías de las mejores
jugadas de la última jornada. Empezaban a sonar en nuestras mentes nombres de
jugadores y de equipos míticos que quedarían grabados en ellas para siempre. De
toda aquella efervescencia deportiva recuerdo en especial los partidos de las
finales entre Los Angeles Lakers y los Boston Celtics, representados respectivamente
por dos baloncestistas únicos e inolvidables: el base Earvin «Magic» Johnson y el
alero Larry Bird.
Aquel
chaval del que hablo era base de su equipo, el de la barriada de Los Cantos,
gente noble y humilde, a pesar de sus gestos perdularios y hostiles en la
cancha. Era bajito, pero tenía una rapidez, una técnica callejera (curtida en
mil batallas) y un hambre de encestar como muy pocos elegidos. Sus entradas a
canasta eran objeto de alabanzas. Eran comentadas días después entre quienes ni
siquiera las habían visto. Su nombre corría entre todos nosotros, chavales que
buscábamos nuestra posición en el campo de juego de la vida, aún inexplorado.
Puedo decir que no he visto tan de cerca a nadie encestar como él.
Luego
estaba la televisión, claro, donde admirábamos a nuestros ídolos. El mío era Larry Bird. Décadas
después he visto documentales sobre las finales memorables entre aquellos
dos equipos y he sabido que la genialidad de Bird iba más lejos de lo que yo pensaba:
por lo visto, antes de realizar una jugada que acababa en canasta, le decía a
veces a su defensor lo que le iba a hacer ¡y lo hacía!
A
veces mi equipo, formado por hijos de trabajadores de “primera nómina” (hoy nos
llamarían los “pijos” del pueblo), se enfrentó a aquellos chavales. Muchas tardes era necesario, por necesidad del juego, que nos mezclásemos entre todos. No
había ni por asomo ninguna otra rivalidad entre nosotros que no fuese la
estrictamente deportiva: la de decidir quiénes eran los mejores esa tarde, allí,
en ese momento, en la geometría imperfecta de las horas. Casi siempre nos ganaron, pero en nuestro favor hay que decir
que dedicábamos más horas al estudio que ellos, por lo que la balanza estaba
descompensada (de ahí que, de forma natural, casi sin ser conscientes de ello,
tendiésemos a mezclarnos entre nosotros).
Larry
Bird era un chaval desgarbado, humilde, con aspecto de oficinista que, a pesar
de ello, brillaba como líder de un equipo, los Celtics, que, junto con Kevin
McHale y Robert Parish, formaba un trío de ataque espectacular. Yo
soñaba con él y cuando, en la pista del paseo del Chocolate, recibía el balón,
me imaginaba que era él cuando lanzaba un triple de gancho o tiraba a aro pasado dentro de la bombilla. Yo quería jugar como él de alero, pero por altura casi siempre
terminaba en el esforzado y peligroso papel de pívot en la pintura. Perdí más
de una uña, más de una gafa, pero gané muchos amigos y aprendí muchas lecciones
debajo de una canasta de baloncesto.
Pero
aquel chaval de mi pueblo, estrella de aquellos partidos vespertinos y del
equipo escolar que ganó varias olimpiadas escolares de la Cuenca Minera (maravillosa
iniciativa de maestros de otra época), entró en otro equipo más peligroso: el
de los adictos a la droga, que en aquellos años ochenta segó de raíz los sueños
de muchos jóvenes. Un día apareció muerto por una sobredosis.
Quizás su
sueño habría sido el de poder entrar en la NBA como lo hizo Tyrone Bogues, que
con sus 1,60 metros de altura, hizo pareja en los Washington Bullets con Manute
Bol y sus 2,31 metros. Supe años después que Bol había donado millones de
dólares para hacer llegar envíos aéreos a refugiados que huían de la guerra en
Sudán, su país natal. No todo es luchar por un balón.
A veces, en
medio de una jornada cualquiera, recuerdo canastas de aquel chaval, o una en la
que, esta vez desde la posición de alero por fin, pude superar la insistente
defensa de mi par de Los Cantos.
Eso sí: no me
atreví previamente a decirle los pasos de la jugada que iba a hacer. Eso solo
lo hacen los genios, y aquel chaval era uno de ellos.
Espero que haya
entrado allí arriba en un equipo de leyenda.
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